El deterioro de la seguridad no es exclusivo de Costa Rica. En el 2022, países con índices incluso mejores que los nuestros, como Chile y Uruguay, experimentaron retrocesos que evidencian la existencia de un problema regional. Por ello, convendría incorporar en toda estrategia al sistema penitenciario y plantear un tratamiento que supere lo doméstico.
El encarcelamiento no es un fin en sí mismo. Este debería ser el punto de partida, es una condición que refleja, en buena medida, el nivel cultural de una sociedad. Quienes ejercen temporalmente responsabilidades institucionales deben desempeñar un papel pedagógico. A la ciudadanía no hay que decirle lo que quiere oír, sino lo que debe saber.
Las cárceles tienen un alcance limitado. Limitado porque está probado que el encierro tiene elevados costos sociales, pues excluye de los círculos de producción y consumo tanto al recluso como a su entorno familiar. Además, el sostenimiento económico es alto.
En el caso de América Latina, nadie duda, por si aquello fuera poco, que los centros penitenciarios vulneran derechos humanos como la salud, la alimentación o la integridad física. Por supuesto, debe procesarse a quienes cometen delitos, pero la aspiración no debe reducirse, por ejemplo, a condenar los homicidios, sino a evitar que estos sigan aumentando.
El tratamiento penitenciario debe diferenciar el crimen organizado de otro tipo de delincuencias. Si se extiende la idea de que todas las personas en las prisiones poseen idéntico perfil, laminamos toda posibilidad de inserción y, paradójicamente, alimentamos el efecto criminógeno —o de contagio— del espacio carcelario; aunque pese, porque, entre otras cosas, ello también exhibe el fracaso de nuestro modelo económico.
Muchos de los encarcelados cometieron delitos asociados a pobreza y exclusión social. Por tanto, no parece útil endurecer el otorgamiento de beneficios si el único criterio es el tipo de delito porque, a la larga, se puede generar mucha más injusticia.
Por ejemplo, los pescadores de Puntarenas que, desgarrados por el desempleo, prestan sus lanchas para recoger drogas en altamar o las mujeres que se involucran en el comercio de estupefacientes para mantener a sus hijos formalmente pueden, según ciertas circunstancias, ser encausados por crimen organizado. Sin embargo, no es difícil entender que son pieza descartable y que su implicación es accesoria. A esa gente no es necesario extenderle el tiempo de encierro, sino tejer a su alrededor oportunidades para no incumplir, nuevamente, las normas de convivencia.
La restricción de las promociones intracarcelarias tendrían algún sentido ejemplarizante si solo se dirigen a los líderes de las organizaciones criminales y a los grandes capos. Atrapar a los eslabones más débiles, desconociendo el contexto en el que se da la infracción de la ley de psicotrópicos, es una forma perversa de engordar un punitivismo que, en definitiva, ha demostrado coexistir, incluso cómodamente, con quienes, sabiéndose impunes por la estructura misma del sistema penal, son los verdaderos dueños de las empresas criminales.
Hay reformas legales que aportarían mayor racionalidad y sentido común. Una ley de ejecución penal —con un inaceptable retraso de 40 años— actualizaría y podría modernizar el funcionamiento de las instituciones penitenciarias.
Ampliar los alcances de la justicia restaurativa, programa que con bastante éxito dirige el Poder Judicial, ofrecería acuerdos entre las partes con lo que se puede atajar muchas de las causas estructurales del delito, sin necesidad de un ingreso a prisión.
La ley de monitoreo electrónico debe ser remozada, a casi nueve años de haberse aprobado existe un panorama mucho más claro para fortalecerla —como en materia de control judicial— y redefinir algunas competencias.
El crecimiento de la población penal exige inversión en infraestructura y personal técnico. Se necesitan recursos para tener espacios físicos que respeten los estándares internacionales y favorezcan la inserción. Ello supone descartar la idea de megacárceles que, según el criterio experto, por su masificación, son difíciles de administrar y se convierten con rapidez en caldo de cultivo para la incursión del crimen organizado, la pérdida de control del Estado y el aumento de la violencia.
La realidad aconseja prudencia. Las causas de fondo que explican el delito —agravadas por la crisis sanitaria— no se resolverán a corto plazo, pero centrarse en ellas es el único camino sostenible para mejorar nuestros índices de seguridad.
Las cárceles son una baza electoral y mediática muy atractiva porque simplifica un problema especialmente complejo. Hay países, como Argentina y Ecuador, que con gobiernos de distinto signo político abrazaron las estrategias más represivas en materia penitenciaria y los resultados cinco o diez años después son insoportables.
Allí tenemos otra clave, utilizar con rigor los datos y las experiencias —propias y ajenas— para construir una política pública porque, como decía un profesor, solo la voluntad de aprender permite estar en condiciones de transformar. Y, en materia carcelaria, ese sigue siendo un desafío colectivo.
El autor es profesor en la UNA y miembro del Subcomité para la Prevención de la Tortura de la ONU.