Desde la más remota antigüedad, se puede rastrear la necesidad de “dar vida” simbólicamente a cambios de intervención divina. El humano primitivo ya había advertido que la sangre derramada por un animal cazado es similar a la suya. Dar muerte a un animal, es decir, sacrificar, intercambia el lugar del cazador por la presa en el acto de ofrendar.
En tiempos del mito, el sacrificio se convirtió en un ritual colectivo. Se celebraban distintos ritos de renovación del mundo, donde siempre había un sacrificio. Pero en tiempos de crisis —sequías, hambrunas, inestabilidad política— el sacrificio por ofrenda comenzó a dar paso al sacrificio de un culpable al que se responsabilizaba de todo el mal, este es, el chivo expiatorio.
El filósofo e historiador René Girard se dio a la tarea de explicarlo a través de los mitos universales. Mediante el sacrificio de un presunto culpable, la sociedad expía sus pecados. Lo que es difícil de corregir implica dar a cambio algo de gran valor: la sangre.
Según Girard, la fundación de cada gran ciudad y de sus instituciones se yerguen sobre un chivo expiatorio. Pensemos en el sacrificio de Ifigenia, hija de Agamenón, sin el cual los aqueos no hubieran tenido vientos favorables para llegar a Troya. O en Rómulo, quien asesina a su hermano Remo tras una disputa concerniente a los límites de la recién fundada Roma.
En una sociedad grande, donde mayores son las repercusiones de una crisis, la desesperación desemboca en la acusación de un responsable. Puede que sea inocente, puede que no, eso no importa. Basta un rumor o un estereotipo para encender la mecha de la persecución.
El asesinato del chivo expiatorio no solo devuelve el orden en la sociedad, que previene de fragmentarse, sino que también pone de manifiesto la superioridad de la masa social por encima de la insignificancia del individuo. Además, todos son culpables de su muerte y, por tanto, nadie.
La acusación del chivo expiatorio traspasa los límites del mito y el tiempo. Siempre hay un bárbaro a quien culpar. En la Edad Media se acusó a los judíos de haber envenenado las aguas, de desencadenar la peste negra.
El antropólogo Marvin Harris sostuvo que el aumento de la condena por brujería durante el siglo XVI fue una herramienta para combatir los movimientos mesiánicos que se estaban llevando a cabo en el reciente mundo protestante, para después convertirse en el medio por el cual las personas más pobres se juzgaban y hacían intrigas entre sí para justificar sus desdichas.
Así, la crisis no era culpa de los reyes o de la Iglesia, que sacaron provecho, sino de personas malvadas y fuerzas invisibles. En el contexto de la Revolución francesa se acusó a María Antonieta de albergar todo lo malo que implica la monarquía, y era común la acusación de extranjera (por su origen austríaco) entre la multitud parisina, antes y después de su ejecución.
Dentro de la filosofía política se puede analizar el fenómeno de lo político desde dos vertientes: la asociativa, que se centra en el acuerdo y en el contrato social, y la disociativa, que se basa en el desacuerdo y en la diferenciación. En un sentido muy general, esta última parte del establecimiento de una otredad para la constitución de cualquier orden político.
En las políticas recientes no hemos dejado de ver este señalamiento de un otro como enemigo. Algunos países o mandatarios culpan de la crisis económica y el desempleo, no al exceso de personal inútil en algunas instituciones o a la mala distribución de los bienes públicos, sino a los migrantes.
Durante el siglo XX, era común el señalamiento de los comunistas como los enemigos de la libertad, a los que hay que suprimir con la precisión de un cóndor. Se escucha también que todos los problemas sociales se deben a los neoliberales. La culpa nunca es nuestra, tampoco de los gobernantes, sino de alguien en particular, o de un sector de la población “que no deja gobernar”. Se señala al rico por querer más, y al pobre por tener siempre hambre.
La crisis sacrificial, como la llamaría Girard, ya no se expía como en los tiempos arcaicos. Casos de linchamiento y persecución hasta la muerte escasean, afortunadamente. Sin embargo, la necesidad de expiación colectiva, de identificar un responsable de todo lo que atenta contra la sociedad idealizada, sigue impregnada en los hábitos heredados desde la antigüedad más remota. Y la respuesta es muy sencilla: señalar es demasiado fácil.
Ahora bien, los antiguos por lo menos tenían de su lado la superstición y el desconocimiento de las causas. ¿Cuál es la excusa hoy? Parece ser que cuanto más incompetente sea un dirigente o grupo para resolver todo aquello que implica su investidura, más acentúa el señalamiento de un chivo expiatorio.
La identificación de un otro se vuelve fundamental. Cavafis narra en un espléndido poema una sociedad resignada y apaciguada con la inminente llegada de “los bárbaros”, pues ahora ellos son los que se encargarán de hacer las leyes. Sin embargo, al final nunca llegan.
“Y ahora ya sin bárbaros, ¿qué será de nosotros? Esos hombres eran una cierta solución”, dice Cavafis en Esperando a los bárbaros.
El autor es escritor y filósofo.