Dice un proverbio africano que para educar a un niño se necesita toda una aldea. Nadie crece solo. Ninguna vida humana es una vida aislada, sino que se entrelaza con otras vidas.
“Ninguna persona es un verso suelto”, apunta san Josemaría. El sabio judío Martin Buber señalaba que el hombre no es un simple y aislado existente, sino un ser dialogante. Añadía: “Yo me hago gracias al tu”.
La misma naturaleza lo refleja. En el campo de la evolución molecular, Carl Woese afirma que lo que más caracteriza a los seres vivientes es su connectedness, es decir, su capacidad de conectar, de unir, de establecer enlaces. Esto es una señal de vida.
La importancia de esta interconexión fue intuida hace siglos por diferentes pedagogos, escritores y humanistas. Nada puede tener lugar sin la relación y la cooperación. Un genoma tiene 23.000 genes. Ellos no se adaptan a su entorno mediante una lucha egoísta por la supervivencia. Los genes, según Joachim Bauer, se rigen por tres principios fundamentales: comunicación, cooperación y creatividad.
El ser humano es un ser relacional. Expertos afirman que los conocimientos neurobiológicos nos dicen que estamos hechos para vivir en un ambiente de resonancia social y de cooperación. Necesitamos vivir en un ambiente de amabilidad social, en un ambiente de serenidad. El libro Serenidad, la sabiduría de gobernarse, del médico Alfred Sonnenfeld, recoge todas estas referencias e ideas en torno a la necesidad de conservar la paz en la adversidad y la calma en la dificultad. Ello tiene un impacto en el cerebro, en la salud.
Sonnenfeld toma como ejemplo de serenidad en la adversidad a Ludwig van Beethoven, quien introdujo en el cuarto movimiento de su Novena sinfonía la potente voz de un barítono para mostrarnos la necesidad de una vida de relaciones logradas, de la unidad y la alegría.
Ello viene precedido del tercer movimiento, pleno de armonía y belleza que no quisiéramos que concluya. “Beethoven quería expresar, de este modo, el estado de discordia en que lamentablemente se halla a menudo la sociedad humana. Por eso introduce la Oda a la alegría, tomada de Friedrich Schiller, para hacernos ver que, a través de la solidaridad, la fraternidad y las relaciones logradas podremos llegar a la verdadera alegría”.
Beethoven, a la edad de 32 años, estaba abatido a causa de su sordera, que le impedía oír los pájaros en el campo, y a un tinnitus que le asediaba todo el día. En su Testamento de Heiligenstadt, escrito en 1802, confiesa que no puso fin a su vida, pese al drama de su sordera incurable, gracias a su amor por el arte musical y a la virtud.
Sus palabras fueron: “Recomendad a vuestros hijos la virtud, solo ella puede hacer feliz, no el dinero. Hablo por experiencia, ella fue la que me levantó de la miseria; a ella, además de mi arte, tengo que agradecerle no haber acabado con mi vida a través del suicidio”.
Menciona Sonnenfeld que vivir de forma virtuosa significó para este músico ser fiel a las propias raíces, no romper los vínculos con los hombres y con el Creador. Pocos años antes de morir, casi ciego, quebrantada la salud y abrumado por dificultades económicas, se retiró a Baden para “rendir un homenaje de agradecimiento y alabanza al Sumo Creador”.
Una de las cumbres del arte universal fue el fruto de ese retiro: la Missa solemnis. En ella clama por la paz. Una paz honda que surge del encuentro de los hombres entre sí con su Creador. “Es el mensaje sobrecogedor del último tiempo de la Novena sinfonía”.
Afirma el filósofo Alfonso López Quintás que esta reacción ejemplarmente positiva y serena de Beethoven ante la adversidad se explica porque era un hombre que sabía entusiasmarse con la bondad, la belleza, el arte y la libertad creativa. Esa vinculación otorga a la propia vida una grandeza de ánimo que hace experimentar sus frutos espléndidos y, de este modo, verse elevado a lo mejor que tenemos.
Debemos buscar armonía en la vida. Ello requiere de autogobierno. El neurobiólogo Joachim Bauer encuentra su raíz en la serenidad y la coherencia. Tenemos un cerebro social (social brain) como lo constató Tomas Insel, director del Instituto Nacional de Salud de los Estados Unidos, junto con Russell Fernald, catedrático de Biología Humana de Stanford.
Todos necesitamos, además de una respetuosa exigencia, confianza, estima y valoración. Una nota de madurez personal será siempre la capacidad de diálogo. Una actitud de apertura hacia los demás que se manifiesta en la cordialidad en el trato y en un sincero deseo de aprender de los otros.
Necesitamos lo que los griegos de la Grecia clásica calificaron de aristós, líderes con excelencia. De ellos esperaremos prudencia, competencia profesional y social. Podemos recordarles lo que decía Horacio: “Acuérdate de conservar la mente serena en los momentos difíciles”.
La autora es administradora de negocios.