Cuando el primer gobierno de izquierda de Colombia llegó al poder, en agosto del 2022, muchos esperaban que la estrategia del país contra las drogas cambiaría drásticamente.
El presidente Gustavo Petro hizo campaña en base a la promesa de abandonar la política de erradicación de la coca, principal ingrediente de la cocaína, y en un discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, poco después de asumir el cargo, instó a los países latinoamericanos a aunar fuerzas contra la “guerra irracional contra las drogas”.
Según el último informe de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, el mundo está experimentando un alza prolongada de la oferta y demanda de cocaína; se calcula que hay 22 millones de consumidores a escala global. Colombia, como el mayor productor, tiene un papel clave que desempeñar en cuanto a forjar el futuro de esta industria ilícita en apogeo.
Sin embargo, la nueva estrategia de diez años contra la droga del país, lanzada a principios de octubre, quizá sea demasiado tímida para los defensores de una reforma.
A pesar de instar a Colombia a liderar una discusión internacional sobre el fracaso de la guerra contra las drogas, la estrategia sigue operando dentro del marco prohibicionista. Un punto importante es que no intenta regular el mercado de cocaína, aunque un programa piloto le habría permitido al país experimentar con la legalización.
Detalle del plan
La estrategia se centra en reducir el cultivo de coca, pero no mediante una erradicación forzada o penalizando a los productores. Por ejemplo, la nueva política no considera la fumigación aérea con glifosato, práctica que se prohibió en el 2015, pero que el expresidente Iván Duque Márquez intentó revivir en el 2019.
El gobierno, en cambio, apunta a crear un programa de desarrollo rural que implique una sustitución gradual del cultivo vinculada al gasto público en regiones donde se cultiva la coca. Por el contrario, el programa ampliamente infructuoso de sustitución del cultivo según el acuerdo de paz del 2016 con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia requiere una erradicación inmediata.
Del lado de la demanda, el gobierno seguirá tomando medidas de reducción de daños, con especial énfasis en los grupos vulnerables, como los prisioneros. Sorprendentemente, hay un nuevo foco —quizás influido por la política en Estados Unidos— en la prevención y reducción de las consecuencias negativas asociadas con el uso ilícito de opioides, aunque no es predominante en el país. La adicción al crack, especialmente entre la población de personas sintecho, es más común, pero no se le trata de manera explícita.
La estrategia incluye elementos progresivos que plantean mejor las necesidades de las comunidades rurales más afectadas por el comercio de drogas, un reflejo del proceso de consulta inclusivo con los cocaleros (los cultivadores de coca) y los cultivadores de cannabis, así como con ONG y el ámbito académico.
Por ejemplo, defiende la legalización del uso de cannabis por los adultos. Sin embargo, al diseñar un mercado regulado, exige la aprobación del Congreso de Colombia.
Cabe destacar que esta nueva estrategia promueve la legalización de usos “no psicoactivos” de la hoja de coca, que las comunidades indígenas en el Amazonas y en los Andes consideran sagrada desde hace mucho tiempo.
Recientemente, el Ministerio de Justicia publicó un borrador de proyecto de ley para regular el uso médico, científico, industrial y para investigación de semillas, el cultivo y las plantaciones de amapola, cannabis y coca.
El mercado para usos alternativos de la coca está más establecido en Bolivia y Perú, debido a sus poblaciones indígenas mucho mayores. Pero esto no hace más que subrayar el potencial para aplicar una regulación en Colombia.
Asimismo, la hoja de coca podría ofrecer varios beneficios nutricionales, agrícolas y médicos, razón por la cual la nueva política también intenta eliminar las barreras para llevar a cabo una investigación científica de la planta. Por otra parte, dado que el 49 % de las plantas de coca se encuentran en zonas estratégicas de conservación, la nueva política podría contribuir con objetivos ambientales.
Debilidades de la estrategia
Pero ejecutar estas reformas no será fácil. La nueva estrategia contra las drogas carece de un plan de acción, un presupuesto claro y herramientas para monitorear y evaluar su progreso.
Asimismo, su éxito depende de movilizar cuantiosos recursos financieros y mejorar la coordinación entre las agencias públicas, y ambas cosas han sido obstáculos considerables en el pasado. Y, como no existen compromisos vinculantes, la política se podría revertir si un partido de derecha llega al poder después de la próxima elección en el 2026.
Para institucionalizar la estrategia y defender sus objetivos, el gobierno de Petro tendrá que garantizar el apoyo de los legisladores nacionales, así como mantener fuertes relaciones con Estados Unidos y Europa.
Afortunadamente, la nueva estrategia holística de Colombia, en gran medida, está alineada con la estrategia antidrogas de la administración Biden y, en consecuencia, es poco probable que atice tensiones bilaterales, especialmente porque contiene medidas antilavado de dinero y otras herramientas punitivas para combatir el crimen organizado.
De igual importancia es el hecho de que Colombia debe unir a los países latinoamericanos a fin de enfrentar los desafíos estructurales que alimentan el comercio de cocaína en la región.
Colombia, en su calidad de productor de cocaína más relevante del mundo, podría abogar por una reforma global de las políticas contra las drogas. La nueva estrategia del país, que se centra más en el desarrollo rural que en medidas punitivas, representa un paso adelante.
Pero para tener un mayor impacto, el gobierno debe cumplir sus promesas, especialmente la de regular los mercados de cannabis y de hoja de coca. Esto exigirá una determinación política y una dedicación inquebrantable a una reforma ambiciosa.
María Alejandra Vélez es profesora en el Departamento de Economía de la Universidad de los Andes en Bogotá.
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