Cada cierto tiempo se producen “fotografías sociales” con el fin de cuantificar el sentir de la opinión pública acerca del actuar del gobierno y su presidente.
Para ello, se entrecruzan una serie de temas (economía, seguridad ciudadana, obra pública, etc.) con valoraciones relativas (de la excelencia hasta el pesimismo).
Pese a que los resultados se derivan de un cuestionario “cerrado”, en pos de información factual, está claro que el origen de la información es subjetivo (los encuestados responden lo que sienten, no necesariamente lo que saben). Con frecuencia, esta dicotomía objetividad-subjetividad no permite destilar del todo la información recabada.
Dicho ejercicio estadístico, para la actual administración y gobernante, ha estado centrado en la promesa de cambio que apuntaló la campaña electoral que llevó al quiebre del bipartidismo.
Este cambio, sea lo que sea, es una formulación abstracta, por lo que se personificó, por motivos electorales, en la figura del entonces candidato (más que en su partido político), hoy presidente.
En consecuencia, la imagen del presidente y la consecución del cambio se vincularon dialécticamente, y, según las mediciones del Centro de Investigación y Estudios Políticos de la Universidad de Costa Rica, hay una relación inversamente proporcional entre la apreciación que no hay cambio palpable y la popularidad del presidente.
No es de sorprender, por ende, que las opiniones favorables hayan estado tendiendo a la baja. Esto, cabe decir, no es nada nuevo; lo que es más, un rápido vistazo a mediciones de anteriores administraciones, sugiere que existe un cierto patrón en la fluctuación de la opinión pública sobre el presidente y su gobierno (p.ej., los terceros años son propensos al repunte).
Ahora bien, ¿qué dicen en el fondo estas encuestas y qué función cumplen? Sobre lo segundo, son, entre otras cosas, un insumo vital para quienes asesoran al presidente en la construcción de su imagen.
Sobre lo primero, de forma similar, dentro de la gama de opiniones (“estamos a la deriva”, “no hay rumbo”, “el futuro no es promisorio”, etc.) expresadas, destaco un subyacente anhelo, pedido (o hasta exigencia), la castración simbólica del presidente.
Marca-característica. En dicha noción, desarrollada por Jacques Lacan a partir del “complejo de castración” de Freud, el falo, lejos de entenderse como órgano de inseminación, opera como un significante que trasciende la dimensión material de alguna señal, y se plantea como una marca-característica que simboliza al sujeto. Como lo explica Slavoj Zizek ( How to read Lacan), esta condición produce una divergencia entre la personalidad psicológica directa y la identidad simbólica; entre “lo que inmediatamente soy y el título simbólico que confiere cierto estatus y autoridad”.
Por consiguiente, la primera magistratura, como “insignia o máscara simbólica”, es sinónimo de poder; es lo que otorga, en relación con los “otros” que perciben y califican la identidad simbólica del presidente, poder a quien ostenta “la insignia simbólica presidencial”.
“Ser el/la presidente”, como distintivo, se vuelve un “órgano sin cuerpo” que se adhiere al cuerpo como una prótesis excesiva. Dado que el sujeto-presidente no termina de identificarse con su máscara simbólica, evita caer en histeria, ya que ello supondría cuestionar su propia identidad simbólica, su envestidura como presidente.
Esto se da porque como sujetos estamos, de acuerdo con Louis Althusser, “ideológicamente interpelados”: en lugar de ser agentes con identidades autónomas, somos el producto de fuerzas sociales que nos “preceden” y nuestras identidades simbólicas resultan de la forma en que la “ideología dominante” –cristianismo, democracia, etc.– nos “interpela”.
La “histeria presidencial”, que supone cierto malestar con ejercer el cargo, es, de este modo, prevenida.
En síntesis, no importa qué tanto “el pueblo” –que, por medio del voto, le dio su “prótesis”– le controvierta y repruebe su gestión e imagen al presidente, la “castración simbólica” no ocurrirá, porque ello develaría una fractura, aún más sensible, en la batería de significantes y simbolizaciones que sostienen la democracia representativa: que, como tal, no funciona.
Esto, además, sería el jaque mate que obligaría a enfrentar un ulterior temor: el dilema de buscar otra alternativa, el verdadero “cambio”.
Ignacio Castillo Ulloa es investigador social.