El Ministerio de Justicia tomó la valiente y acertada decisión de erradicar las covachas construidas por los reos de La Reforma los fines de semana para recibir visitas. La decisión es valiente porque conlleva el riesgo de perturbaciones en el centro penitenciario, entre cuyos reclusos hay fuertes intereses creados en conexión con los precarios refugios. La medida es acertada porque los riesgos de continuar con la permisividad son, también, muy grandes.
En las proximidades del cambio de gobierno, las autoridades pudieron haber escogido el menor de dos riesgos, mantener las cosas como estaban y legar el problema a la próxima administración. El mérito está en haber optado por el curso de acción correcto para, luego, seguirlo con las precauciones del caso, incluyendo el traslado a otros centros penales de 30 reos cuyo liderazgo e interés en la preservación de las covachas constituía una amenaza.
Permanece, sin embargo, el sinsabor de la existencia, hasta ahora, de una práctica que jamás se debió permitir. Las autoridades penitenciarias reconocen la utilización de las covachas para traficar drogas, desarrollar redes de prostitución, negociar armas e intercambiar teléfonos celulares, con frecuencia utilizados para cometer estafas y otros delitos. En marzo del año pasado, una mujer fue violada en pleno patio del centro penal al abrigo de una covacha.
Los fines de semana, los reos construían albergues en las zonas verdes de La Reforma con ropa de cama y mecates. Los reclusos más temidos se fueron haciendo “dueños” de los espacios más cotizados para alquilarlos hasta en ¢10.000. Al amparo de las covachas podía ocurrir cualquier cosa, sin temor a la dispersa vigilancia de los custodios, encargados de la seguridad de unas 5.000 personas, entre reos y visitantes.
El gentío congregado los sábados y domingos en los cuatro ámbitos de mínima y mediana seguridad es un reto formidable para el puñado de custodios asignado al centro penal. No es difícil imaginar las complicaciones adicionales causadas por la construcción de 500 covachas, de unos nueve metros cuadrados cada una. Los 2.700 reos reciben igual número de visitantes, incluidos alrededor de 300 menores. Los riesgos implícitos en ese estado de cosas son escalofriantes.
La práctica de permitir la construcción de covachas los fines de semana data de décadas, según la ministra de Justicia, Ana Isabel Garita. La decisión de eliminarlas se analizó a lo largo de seis meses. Apenas se anunció la medida, un grupo de reos organizó una protesta a pedradas y, al día siguiente, declaró una huelga de hambre. Las autoridades se mantuvieron firmes y el fin de semana pasado, el primero sin covachas, transcurrió sin incidentes.
La firmeza del Ministerio y las medidas preventivas adoptadas antes de ejecutar la decisión dieron, hasta ahora, resultados. Las autoridades hicieron, además, importantes esfuerzos para proveer a los reos y sus visitantes espacios suficientes para departir a resguardo del sol y la lluvia. Habilitaron dos gimnasios y una plazoleta con toldos. Solo los reclusos que reciben visita tienen acceso a esas áreas. La nueva disposición del espacio permite dividir a la población penal y sus visitantes para facilitar el control.
El sentido común de esas medidas no puede ser disputado. Esa es razón de más para preguntar por qué se adoptan hasta ahora, luego de décadas de correr peligro. El país tuvo suerte a lo largo de esos años. No sabemos cuántos delitos se fraguaron o cometieron al abrigo de las covachas, pero el peligro de una rebelión o toma de rehenes siempre estuvo presente.
A fines del año pasado, el juez de Ejecución de la Pena, Roy Murillo, alertó al país sobre el surgimiento de una especie de autogobierno de los reos, en detrimento de la autoridad formal y legítima. “La sobrepoblación va transfiriendo poder a los líderes negativos y devaluando el control de la Policía y del personal técnico porque, al final, tienen tantas personas que atender, que humanamente es imposible. No es solo un tema de derechos humanos, sino de seguridad”, afirmó. Las covachas eran una manifestación de esa inconveniente autonomía y la decisión de eliminarlas no pudo ser más acertada.