La decisión de la Asamblea Legislativa que ordena al Banco de Costa Rica (BCR) absorber al Banco de Crédito Agrícola de Cartago (Bancrédito) el 30 de noviembre próximo es oportuna y acertada. El fallido Bancrédito dejó de funcionar como banco comercial meses atrás y buena parte de sus activos, como los créditos concedidos, tienden a deteriorarse con el paso del tiempo. Además, entre los pasivos figuran inversiones en certificados de depósito a plazo por ¢133.000 millones hechas por el Gobierno con el propósito de ayudar a la institución a atender problemas de liquidez, las cuales podrían perderse. Como el Estado es garante de Bancrédito por ley, y las finanzas públicas son también débiles, el salvamento era lo procedente.
Coincidimos con la apreciación del gerente interino del BCR, Douglas Soto: “Si Bancrédito no hubiera sido absorbido por el BCR, mucha de su cartera pasiva se habría perdido y sus activos se habrían deteriorado mientras el Gobierno decidía qué hacer (…) Lo importante es que le quitamos una brasa al Gobierno” (“BCR le alivia carga al Gobierno por asumir Bancrédito”, La Nación, 12/9/2018). Lo actuado no garantiza que el Gobierno recibirá inmediatamente el pago de sus inversiones, ya vencidas en la actualidad, sino solo que se renovarán para ser devueltas en el futuro.
Sin embargo, la operación es apenas salvar del ahogado el sombrero, lo cual lleva a plantear varias reflexiones. La primera es que de la absorción de un banco por el otro pudo haberse obtenido una cantidad importante de ahorros, como los relativos a sistemas informáticos y el cierre de agencias redundantes a partir de diciembre. También pudo haber ahorros importantes en materia de costos de personal, pues el del BCR podría sin mayor costo asumir buena parte de las operaciones antes ejecutadas por Bancrédito, cuya actividad siempre fue modesta. Sin embargo, la decisión adoptada fue reubicar en el BCR a 149 empleados de Bancrédito, según se informó, para ahorrar en el pago de liquidaciones. Esos compromisos debieron figurar en el pasivo de Bancrédito y la salida descrita no calza con el objetivo bancario de maximizar la rentabilidad.
Por otra parte, la absorción no habría sido el mejor curso de acción si las decisiones hubieran sido oportunas. Lo mejor habría sido administrar a Bancrédito con eficacia y venderlo al mejor postor antes de caer en crisis. El Gobierno habría recibido una suma importante de dinero, útil para enjugar su alto déficit con recursos sanos. Los empleados de Bancrédito, o al menos buena parte de ellos, habrían continuado laborando para el banco y el Estado habría pasado, como a fin de cuentas sucedió, a operar menos bancos comerciales. Cinco bancos estatales –BCR, Banco Nacional, Banco Anglo Costarricense, Bancrédito y Bicsa– eran una exageración. Ahora quedan tres y a juicio de muchos, los objetivos redistributivos y de regulación de competencia bancaria podrían lograrse con solo uno.
A veces el entorno obliga a tomar decisiones que no se habrían adoptado por voluntad propia. El mercado de seguros comerciales y el de las telecomunicaciones no se habrían abierto a no ser por la suscripción del Tratado de Libre Comercio con Centroamérica, Estados Unidos y República Dominicana (DR- Cafta, por sus siglas en inglés). Bancrédito difícilmente habría sido cerrado salvo que su mala administración lo llevara a la quiebra, aunque desde hace mucho tiempo había perdido su razón de ser inicial y el desarrollo del país y del sistema financiero lo tornaba innecesario.
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Precisamente por eso, la subsistencia de Bancrédito había recibido, una y otra vez, asistencia política. Se le encargó la realización de varias actividades monopolísticas, como el cobro de impuestos de salida del país, las tiendas del IMAS y el fondo agrícola, que fueron insuficientes para mantenerlo a flote. Esas funciones pasarán ahora al BCR y es de esperar que contribuyan a mejorar sus utilidades, pero la oportunidad de obtener ingresos importantes mediante la venta de un banco sano se esfumó para siempre.