Existen varios principios sobre los que descansa el andamiaje y la dinámica de las democracias auténticas, pero dos tienen particular importancia. Uno corresponde a los ciudadanos que, mediante el ejercicio libre del voto, pueden abrir o cerrar el acceso al poder de los candidatos; otro, que nadie está por encima de la ley, no importa el cargo que haya ocupado u ocupe; tampoco, si se postula para un cargo de elección popular o no.
El expresidente Donald Trump pretende torcer ambos postulados a su favor. Su objetivo es entorpecer, retrasar o —idealmente para él— descarrilar los múltiples procesos que enfrenta en los tribunales y, a la vez, denunciar la acción de la justicia estadounidense como parte de una conspiración en su contra, y presentarse como un abanderado víctima de intereses antidemocráticos. Ni los electores ni los tribunales deben aceptar estas maniobras, y a la Corte Suprema de Justicia le cabe la mayor responsabilidad en relación con lo segundo.
En el caso más consecuente que enfrenta, porque toca la esencia misma de la democracia, el fiscal especial Jack Smith, nombrado por el Departamento de Justicia, acusa a Trump de intentar impedir que se materializaran los resultados de las elecciones del 2020, en que fue derrotado por el hoy presidente Joe Biden. Para ello, Trump incitó turbas a que tomaran el Capitolio e impidieran la certificación de los resultados, con base en la falsedad, construida deliberadamente junto con varios cómplices, de que se había cometido un fraude.
Mediante su equipo de abogados reclama que goza de inmunidad en ese caso, que tramita una corte federal de distrito en Washington D. C. Ante tales reclamos, la jueza encargada suspendió el avance del proceso mientras se pronuncia un tribunal de apelaciones, lo cual podría retrasar el inicio del debate, previsto para el 4 de marzo. Para evitarlo, el fiscal Smith acudió a la Corte Suprema federal para dilucidar si el expresidente está cubierto por la inmunidad que reclama, solicitud que fue rechazada el viernes y la cuestión será decidida por la Corte de Apelaciones para el Circuito del Distrito de Columbia.
La urgencia de una definición es indudable para cumplir con la fecha fijada y por la cercanía de las elecciones presidenciales del próximo 5 de noviembre, en las cuales muy probablemente Trump sea el candidato del Partido Republicano. Los electores tienen derecho a saber, antes de votar, si uno de los aspirantes es un convicto o no; sin embargo, al expresidente le resulta ideal lo contrario; de ahí sus intentos por retrasar el proceso al máximo.
La Corte Suprema, tal como lo planteó Smith en una nueva solicitud, tenía el deber de manifestarse con inmediatez sobre lo que ha calificado, con razón, como un “importante asunto constitucional”. Sin duda, tal como dice, el caso contempla “por primera vez en la historia” de Estados Unidos “cargos criminales contra un expresidente basados en acciones cometidas mientras detentaba el cargo”.
Mientras tanto, Trump continúa presentándose como “víctima” de una gran conspiración que manipula el sistema judicial para impedirle llegar al poder. Así impulsa su doble estrategia: hacer todo lo posible por impedir que se cumplan los procesos mientras los desprestigia y, con ellos, erosiona al sistema judicial como un todo, otro fundamento indispensable de la democracia.
Es la misma táctica que está siguiendo ante los recursos presentados en 30 estados de la Unión para impedirle participar tanto en las primarias de su partido como si se convirtiera en candidato en las elecciones, precisamente por sus intentos de desconocer el resultado electoral del 2020. El martes, la Corte Suprema de Colorado acogió uno de esos pedidos y lo declaró inelegible, al amparo de la décima cuarta enmienda de la Constitución, según la cual quienes hubieran participado en una insurrección o rebelión en contra de ella o proporcionando ayuda o protección a sus enemigos no podrán ser senadores o representantes en el Congreso ni electores del presidente o vicepresidente.
Se trata de una decisión sin duda debatible, que por primera vez se produce en la historia republicana estadounidense. Es posible que sea rechazada por la Corte Suprema federal, pero, entretanto, Trump la está utilizando para reafirmar su imagen de perseguido, aglutinar a los republicanos a su alrededor e insistir en que son los ciudadanos, no los tribunales, los llamados a decidir quién puede o debe ser presidente. Esto, que en principio es cierto, pierde todo sentido si no se acata el otro principio democrático esencial: que nadie está por encima de la ley. Por lo tanto, la inmunidad no se vale. Ni los expresidentes ni los candidatos presidenciales están al margen de los procesos judiciales y las normas de la Constitución, y las interpretaciones legítimas de estas no corresponden a los políticos, sino a los jueces y magistrados.
Respetar esos postulados es esencial para el funcionamiento de las democracias. Si fueran violentados en Estados Unidos, los efectos, sin duda demoledores, repercutirían en todo el mundo.