Las estafas a clientes de la banca van en aumento. Lo advierten las denuncias, que en el 2020 reflejaron la sustracción de ¢3.243 millones y, en el 2021, ¢4.199 millones. Por el contrario, la recuperación del dinero va en picada. Hace dos años, las autoridades recobraron ¢867 millones (el 27%) y el año pasado, tan solo ¢355 millones (el 8%).
Detrás de esos números, hay personas y familias angustiadas, deprimidas y desesperadas por caer en la trampa de delincuentes bien informados que, en minutos, las despojaron de parte o de todos los ahorros logrados con esfuerzo y trabajo, o hasta de la liquidación de beneficios al final de toda una vida laboral, como le ocurrió el 17 de mayo a la abogada Carmen Rojas Guzmán, recién pensionada, a quien en 33 minutos le saquearon ¢9,7 millones de su cuenta.
Sufren también las instituciones, como ocurrió el 21 de febrero en la Junta de Educación de la Escuela de Enseñanza Especial Carlos Luis Valle Masís, en Cuesta Chinchilla de San Rafael de Oreamuno, Cartago, a la cual, en 90 minutos, le hurtaron ¢68 millones por medio de una llamada al presidente del organismo. Lo mismo ocurrió con una trampa tendida a la tesorera del Comité Cantonal de Deportes de Corredores, Puntarenas, de cuyas cuentas se esfumaron ¢55 millones el 15 de julio, y en la Municipalidad de Alajuela, con otros ¢45 millones, el 16 de marzo.
La Nación ha hecho públicos estos y más casos, y en sus informaciones ha sido insistente con sus lectores en que toda llamada telefónica, mensaje de texto o por WhatsApp o correo electrónico, que supuestamente provenga de un banco y o de un aparente empleado bancario, deben ser puestos en duda y nunca, por más que la voz o el texto lo pidan, dar datos personales o claves de acceso a sus cuentas. Menos hacer clic en un link que les envíen.
Aunque es deber de los clientes cuidarse de los delincuentes, los bancos también deben asumir responsabilidades. El modo de operación de los estafadores evidencia que poseen datos precisos y personales de los clientes. Antes de llamar, dominan nombres y apellidos de sus potenciales víctimas, y lugares de trabajo; saben que tienen cuenta en determinado banco, se atreven a confirmar correos electrónicos y más.
Sin lugar a dudas, adquieren bases de datos, como informó el 9 de mayo, en La Nación, Osvaldo Ramírez Miranda, de la Sección de Fraudes del Organismo de Investigación Judicial. Los agentes han detectado bases de datos que provienen de entidades bancarias y estatales, pero hasta el momento no han podido determinar cómo fueron obtenidas.
Tal circunstancia obliga a los bancos a invertir más en seguridad interna para descubrir cómo y quiénes podrían ser los “gatos caseros” responsables de filtrar o vender datos a delincuentes. Es prioritario que los bancos, sobre todo los públicos, donde las denuncias son más frecuentes, protejan a sus clientes y también su imagen.
También es vital que asuman, con diligencia, responsabilidades con sus clientes estafados para evitar que la confianza se vea erosionada por su parquedad y la parsimonia en el trámite de las denuncias. Los estafados no deben quedar atrapados en su soledad y con la única esperanza de que el asunto lo resuelvan los agentes judiciales.
Es incomprensible que los ¢68 millones de la escuela de Cartago o los ¢9,7 millones de Carmen Rojas se hayan esfumado de las cuentas de sus dueños hacia otras cuyos propietarios también desaparecen. En el caso de la pensionada, su dinero se paseó por dos cuentas del mismo banco sin mayor problema, pasó a otro banco pese a superar por mucho los $10.000 que, por norma, deben prender luces rojas en el sistema bancario. ¿Quién o quiénes los retiraron al final de la cadena? ¿No deben los bancos conocer a sus clientes?
Es igualmente extraño que la tesorera del Comité de Deportes de Corredores nunca recibiera aviso del movimiento abrupto de ¢55 millones. Según el Comité, una alerta o una notificación les habría dado tiempo para “reaccionar oportunamente y haber congelado las cuentas a tiempo”.
El desconocimiento de los usuarios del modo de operación de sus cuentas es común y amerita una constante campaña de información. Asimismo, requiere cambios de fondo en los bancos. Lo primero es invertir en tecnología de punta para verificar cada transacción y, sobre todo, someter a examen periódico sus plataformas informáticas y a su personal. No es momento de ahorrar cuando la confianza se deteriora de denuncia en denuncia y de noticia en noticia.
Paralelamente, es necesaria una legislación que obligue al sistema financiero a protegerse y también a amparar a sus clientes. Toda entidad financiera debe contar con un sistema ágil para responder a sustracciones como las relatadas. Los bancos deben tomar la batuta, pero también los diputados tienen mucho por decidir en este problema.