Los resultados fueron sorprendentes. La mayoría fueron devueltas y en casi todos los países, la probabilidad de que las regresaran aumentó cuanta más plata contuviera la billetera. Y, por supuesto, hubo diferencias sustanciales entre sociedades: en pequeños países europeos, como Dinamarca, Suecia, Suiza y Noruega, más de dos terceras partes de la gente devolvió las carteras; en países de Asia, África y América Latina, como China, Perú y Marruecos, menos del 20 % lo hizo. Los mejores en el continente americano fueron los canadienses y argentinos: entre ellos, una de cada dos personas actuó con honestidad.
En ningún país hubo una muestra estadística, por lo que los resultados solo reflejan lo que pasó con cierta gente concreta en los lugares concretos donde se pusieron las billeteras, y no puede inferirse mayor cosa sobre “culturas nacionales”. Aun así, son muy sugerentes y contrarios a prejuicios populares como que los demás “son un puño de ladrones” y, la verdad, contrarios a la teoría económica que ve a las personas como individuos egoístas que solo andan buscando cómo maximizar su beneficio. Pareciera que el altruismo y la autoidentificación de las personas como gente de bien y honrada son valores importantes.
Especulemos, pues, que la mayoría de la gente es honesta, incluso cuando no es fácil serlo (no había ningún castigo por quedarse la billetera). Entonces, ¿por qué en tantos países, sociedades compuestas por gente “de bien” sienten que van por mal camino? Una respuesta tentadora, propia de la antipolítica, es que unos pocos malos nos gobiernan y que la mayoría se queda silenciosa por temor a ser aplastada, aun en las democracias. No me convence. ¿Y si las mayorías son honradas en el acto concreto, pero acomodaticia e hipócrita en los asuntos públicos? Sería el mundo de las virtudes privadas y los vicios públicos.
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El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.