Romulus y Kendall Roy son un par de insensatos con poder, rodeados de gente sin el coraje ni la honestidad suficientes para decirles en su cara lo mal que ejercen su cargo de CEO (chief executive officer) en la empresa Waystar.
Así, capítulo tras capítulo de esta cuarta y última temporada de la serie Succession, los vemos idear planes descabellados y dar órdenes a manotazos, con la arrogancia que solo da ignorar sus propias limitaciones. En su tropelía, si alguien siquiera insinúa una crítica o se niega a lisonjearlos es despedido inmediatamente.
En el fondo, además de necios, son autoritarios, inseguros y están llenos de resentimiento porque su papá no los mira con ojos complacientes, sino realistas.
Siobhan, la única hija del clan, compuesto por el padre y tres hermanos, parece ser la sensata de la familia, pero es relegada por todos ellos y tachada de histérica, un mecanismo para intentar controlarla porque ese, el de la serie, es un mundo bizarro, el planeta ficticio de la editorial estadounidense DC Comics, donde todo es al revés.
Lo que ocurre es que en Succession no se trata del raciocinio, mucho menos de la mejor elección, sino de quién tiene el garrote más grande y la habilidad suficiente para aplastar más cabezas. Esta producción shakespeariana ilustra lo que el filósofo francés Michel Foucault llamó lo ubuesco.
De la fantasía a la realidad
Ubú rey es una comedia satírica escrita por el dramaturgo francés Alfred Jarry, que presenta a un gobernante arbitrario, cobarde, incapaz, absurdo, cruel, cínico y risible, cuyo lenguaje es destructivo y patafísico (una ocurrencia de Jarry para nombrar la ciencia de las soluciones imaginadas).
Pero entre fantasía y realidad las fronteras son plásticas. Resulta notorio para quien quiera y pueda verlo que en el país nos dirigen, con frecuencia, individuos ubuescos que se hacen rodear de zalameros.
Direcciones de departamentos, escuelas, centros de investigación, colegios, ministerios, institutos, presidencias, universidades, empresas y organizaciones de la sociedad civil, entre muchas, están a veces bajo el mando de almas que usan su cargo para sacar ventajas, beneficiarse directamente, favorecer a los de su círculo y desplegar la venganza contra quienes no son de su gusto.
Es esa gente que llega a su oficina y habla durante horas frente a cada infeliz que tiene la mala suerte de componer su auditorio, como si fuera un vertedero. Nunca le dan la razón a nadie porque, para empezar, no escuchan.
Miran a su público con condescendencia, desde arriba, con falsa empatía. Sonríen relamiéndose los labios del puro gusto que les da escucharse a sí mismos creyendo que todo lo que sale de sus cabezas son genialidades inéditas. Suelen impostar la voz y caminar con cierto pavoneo, como para dar a entender que son muy notables.
Son los mismos que inician sus frases con un tono del tipo “¡cómo hago para que me entienda (esta caterva de ignorantes)!”, entre risitas manifiestas y cóleras mal reprimidas.
Una mala jefatura al estilo de esas se atribuye el mérito ajeno, pero clava el puñal en la espalda de quien tiene a mano, cuando las cosas salen mal. Miente sin asco y se hace construir caravanas para desfilar con el pecho inflado, mirando de reojo a aquellos que está seguro de chimar con su gloria. No trabaja realmente, sino que aparenta y se esfuerza en minimizar o neutralizar a quien sí lo logra para que no lo opaque.
Suelen valerse de palabras o imágenes polisémicas que el politólogo argentino Ernesto Laclau denomina significantes flotantes (significantes sin significado, donde la palabra picaporte, por decir algo, no sería lo que entendemos como tal).
Ejemplo de ello son “prensa canalla”, “ticos con corona”, donde “canalla” y “corona” son palabras vacías que pueden significar cualquier cosa que quiera el emisor presidencial.
Estilo circense
Esos reyezuelos son los responsables directos de no cumplir con su trabajo, no supervisar que sus subalternos lo hagan, pero también de hacerlo mal y permitir que sus subordinados yerren.
Han contribuido al descrédito de nuestras instituciones porque descuidaron su obligación en la función pública, descrito por la Organización de los Estados Americanos como “actuar con rectitud y honradez, procurando satisfacer el interés general y desechando todo provecho o ventaja personal, obtenido por sí o por interpósita persona. También está obligado a exteriorizar una conducta honesta”.
Lo que han abandonado los que dirigen la función pública al estilo circense es su contrato para contribuir a que cada habitante del país tenga una vida digna en un ambiente democrático, que, según la filósofa estadounidense Martha Nussbaum, debe incluir la suficiente educación, libertad política, salud y participación social, además de la libertad de expresión y los derechos individuales.
Cuando están en el poder por elección popular, sienten profunda desconfianza de la institucionalidad, afirma la teórica política inglesa Margaret Canovan, refiriéndose a los populistas. El problema es que, como apunta ella, la institucionalidad, por su complejidad, demanda un manejo experto, y no “gente común” reivindicada por los populismos como los elegidos para gobernar.
En aquellas circunstancias en las que nos dirigen ubúes, ¿qué somos ustedes y yo? Si no hacemos nada, como mínimo seremos serviles por omisión.
Deberíamos de releer la novela Los mandarines, de la filósofa francesa Simone de Beauvoir, para reflexionar sobre su crítica al consentimiento de los intelectuales y dirigentes políticos que se amoldan al mando de turno. Tengamos en cuenta que, como detalla en su obra, la vida política afecta la personal y aquello que somos en privado, lo político.
El rey desnudo
El problema es que este tipo de liderazgos terminan disciplinando a la gente, mediante el uso de técnicas que construyen maneras de ser y pensar, según propone la filósofa política italiana Simona Forti.
Se disciplina con el miedo que produce ver a un líder vengativo. Se aprende mediante la validación de los ataques violentos descarados. Por eso, es fundamental la llamada de atención que recientemente le hizo la Asamblea Legislativa al presidente, Rodrigo Chaves, para que dé un buen ejemplo, esta vez con respecto a su trato a las políticas.
Además de dichos mandarines, tenemos a los lisonjeros, impasibles, vagabundos, pero también a quienes con su entereza y vocación de servicio público nos alumbran la salida. Usan su autoridad para hacer y facilitar que otros hagan, con la vista puesta en la defensa de la democracia y el trabajo para que más gente cuente con las condiciones de una buena vida.
Asumen su deber de supervisar. Saben ver los errores propios y los de sus subordinados y corregirlos. Escuchan y valoran los aportes ajenos, incluso de aquellos que les adversan. Ejercen un liderazgo comunicativo y cálido y propician equipos en los cuales cada uno aporta y recibe reconocimiento por ello. Buscan la legitimidad social para consensuar con hechos rigurosos y transparentes orientados a los proyectos del país.
Sin olvidar a estos últimos, tengamos en mente que aquellos suelen aferrarse a su actuación al estilo del archicitado cuento de Hans Christian Andersen El rey desnudo, quien, al escuchar el grito del niño, “inquietó al emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; más pensó: ‘Hay que aguantar hasta el fin’. Y siguió más altivo que antes”.
Seamos como los niños y gritemos tres veces “¡el rey va desnudo!” hasta que, como en el cuento, la nube de mariposas blancas y amarillas cubra las cabezas de la corte que, un miércoles sí y otro también, adulan a nuestro rey tropical y patafísico.
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.