Hace mes y medio, las negociaciones políticas en el Congreso impidieron el avance del proyecto de ley para prohibir las llamadas “terapias de conversión sexual”, aplicadas para modificar la orientación sexual, la identidad de género o la expresión de género si no se conforma con las conductas heterosexuales, pese a la opinión abrumadoramente mayoritaria de la ciencia sobre el peligro y la ineficacia de estas prácticas.
En casi todo el mundo, incluido nuestro país, las asociaciones profesionales de psicólogos, psiquiatras y médicos les niegan todo sentido “terapéutico” y las consideran contrarias a la ética. En Francia, Alemania, 20 estados de la Unión Americana, Argentina, Brasil, Uruguay, Chile, Ecuador y muchos otros países, son ilícitas. En Canadá, fueron prohibidas por voto unánime de todas las facciones del Parlamento, de izquierda a derecha.
En Estados Unidos, donde el impulso de las supuestas terapias brota de los grupos más conservadores, incluida una parte de los sectores religiosos, acaba de suceder un hecho sorprendente. La Corte Suprema de Justicia, mayoritariamente conservadora, rechazó, con solo tres disensos, sustanciar un recurso contra la prohibición de someter a menores de edad a “terapias de conversión” en el estado de Washington.
Solo el ala más radical de la Corte consideró necesario someter la ley a examen de constitucionalidad, pero magistrados de todo el espectro político restante rechazaron la posibilidad y dejaron en pie el fallo recurrido de la Corte de Apelaciones que no encontró vicios de inconstitucionalidad.
“Los estados no pierden el poder de regular la seguridad de los tratamientos médicos ejecutados bajo la autoridad de una licencia estatal tan solo porque esos tratamientos se practiquen con palabras y no con el bisturí”, dice la resolución impugnada. En el caso de los menores, la ley de Washington solo permite acompañamiento profesional para promover “aceptación, apoyo y comprensión”.
La lección de los magistrados conservadores concurrentes con la decisión de no acoger el recurso, y la de los parlamentarios canadienses, es que el asunto no es ideológico, sino científico. Abunda la evidencia de la inutilidad de esos procedimientos y también de sus peligros, entre ellos la depresión y el suicidio.
La ciencia moderna no considera la homosexualidad una patología. Por eso no tiene sentido hablar de terapias y curaciones, mucho menos asumir los riesgos de intentarlas. Ningún diputado que lo comprenda, sin importar su ideología, puede permanecer de brazos cruzados.
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Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.