Me he referido en varias ocasiones a preocupaciones relacionadas con la laxitud del debate en las redes sociales. Pocos estamos exentos de caer en sus improductivas espirales, pero cuando se trata de políticas públicas la prudencia debe imperar.
En materia de Estado, lo que debatimos es de interés público y, lejos de ser palabras vacías, nuestras declaraciones se convierten en la amplificación de ideas que, de alguna manera, aunque mínimamente, se acumulan para formar el nebuloso concepto de opinión pública.
En un contexto donde la acción gubernamental debe estar basada en la evidencia y la búsqueda de maximizar el uso de los recursos escasos para atender múltiples problemas sociales, el tema es cardinal.
¿Cómo podemos contribuir de manera positiva a ese ambiente? Un buen inicio es reconocer desde cuáles prejuicios parte cada uno de nosotros y buscar, con calma, cómo apaciguarlos. La conciencia y constante introspección de los sesgos propios se convierten en, por lo menos, la mitad del camino por recorrer.
Los sesgos cognitivos han sido estudiados ampliamente por la psicología. Su aplicación en las políticas públicas surge a partir de los hallazgos de Kahneman y Tversky durante los años setenta, por los que el primero obtuvo el premio nobel en el 2002 (el segundo ya había fallecido).
Los autores argumentan que, de manera replicable y congruente, las personas formulamos juicios, decisiones y concepciones de la realidad que difieren de lo que sería lógico bajo los preceptos de la teoría del actor racional. En otras palabras, la intuición nos lleva, sin excepción del nivel educativo o disciplina, a frecuentes interpretaciones erróneas de la realidad.
Voy a referirme en particular a dos sesgos relacionados, en los que nuestra percepción individual, nublada por las burbujas de las que somos parte, nos inclina a tomar posiciones desatinadas en políticas públicas. Se trata, primero, de la evidencia anecdótica y, segundo, de la generalización a partir de casos extremos, a veces conocido como el sesgo de la expectativa exagerada.
Falacia de la evidencia incompleta. El primer sesgo es la tendencia a utilizar evidencia anecdótica para justificar criterios sobre un asunto público. Por ejemplo, si tuvimos una mala experiencia en una fila en alguna institución pública, precipitadamente concluimos que se trata de entes ineficientes o perversos, cuando, en realidad, muchos obtienen calificaciones muy positivas de los costarricenses en estudios de opinión.
Si somos asaltados por un extranjero, concluimos que restringir la migración es una solución al flagelo de la criminalidad, e ignoramos el hecho de que la abrumadora mayoría de los crímenes son cometidos por costarricenses.
El origen de este sesgo es evolutivo: en estado primitivo, la única evidencia necesaria para valorar un peligro sucedía en nuestro entorno inmediato. En la selva, tener un tigre enfrente representaba peligro inminente, y no había tiempo para efectuar un análisis estadístico acerca del problema social de ataques felinos antes de reaccionar.
Vivimos en un contexto muy distinto, pero son los mismos condicionantes biológicos. En una civilización posindustrial, si bien la experiencia personal provee información útil acerca de la realidad a la cual estamos expuestos, extrapolar políticas públicas desde ahí es un error, pues nuestras vivencias suelen ser excepcionales o producto de la burbuja en que vivimos. Dicho de otra forma, representan una muestra muy pequeña y no representativa de la sociedad.
Un problema asociado es la predisposición al sesgo de confirmación, es decir, una vez que formulamos criterio a partir de experiencia personal, seleccionamos subconscientemente poner más atención a los casos similares, con tal de confirmar prejuicios. Es frecuente en espacios como cenas familiares, reuniones entre amigos y conversaciones laborales, pero sobre todo en las redes sociales, donde es muy fácil blindarnos para evitar a quienes piensan distinto. Así, el reforzamiento mutuo de sesgos a partir de evidencia anecdótica nos lleva a formular ideaciones que no necesariamente deberían germinar políticas públicas.
Sesgo de casos extremos. Otro sesgo que empobrece las discusiones es el de la expectativa exagerada, o sesgo de casos extremos. Relacionado con el anterior, se trata de aquellos escenarios en los que generalizamos basados en un caso extremo, o cuando, ante la presencia de un peligro o riesgo, tendemos a presumir que sus implicaciones serán las más extremas posibles. Derivado del sesgo de confirmación, es peligroso porque nos lleva a sobrerreaccionar y a tirar la casa por la ventana cuando afrontamos circunstancias cuyo riesgo estadístico es muy bajo.
Un ejemplo reciente fue el grito de alerta debido a la “inminencia de la tercera guerra mundial”, después de los ataques de Estados Unidos e Irán. A pesar de que la explosión de un enfrentamiento armado entre estos países tendría más similitudes con conflictos como la invasión soviética a Afganistán o la segunda guerra bóer, la inclinación inmediata fue imaginar un conflicto global equivalente al más sangriento de la historia. Una conclusión absurda, pues no había participación de ninguna otra potencia global o nuclear, y sus consecuencias difícilmente habrían trascendido lo regional. Sin embargo, con peligrosa laxitud, estimamos que el hecho desembocará en el más extremo imaginable.
Individualmente, este sesgo nos lleva a pensar que accidentes aéreos o atentados terroristas parecen más probables de lo que realmente lo son y a promover medidas extremas para evitarlos, por encima de la atención de flagelos masivos como el alcohol al volante o el fumado. En materia de política social, se pide la erradicación de programas sociales porque algún padre irresponsable utiliza el dinero para comprar cigarros y alcohol (un caso extremo), en vez de sopesar el hecho de que cientos de miles de familias se ven adecuadamente beneficiadas por ellos.
Introspección. Por lo mencionado, parecería casi imposible tener discusiones constructivas sobre políticas públicas. La salida, sin embargo, no es huir al debate, sino emprenderlo desde la evidencia, con humildad y constante escepticismo. La experiencia personal provee información relevante, pero no podemos quedarnos ahí. ¿Cuáles premisas son necesarias para que nuestro argumento se sostenga? ¿Se mantiene nuestra posición si estudiamos la distribución estadística de la cuestión? Necesitamos discutir sin obcecarnos en prejuicios ideológicos y tener disposición a que toda premisa sea falsificable.
Asimismo, no es necesario siempre tener una opinión inmediata a todo acontecimiento. Ante la estulticia de la inmediatez, la cautelosa y paciente revisión de la evidencia emana virtud.
En esta dirección, Steven Novella, uno de los fundadores del movimiento del escepticismo científico, argumenta que la solución surge de tomar decisiones selectivas frente a evidencia competitiva para enfocarnos en los resultados que controlen por variables relevantes, minimicen los efectos del sesgo y tengan lógica interna consistente.
A esta metodología se le conoce como pensar de manera estadística: la disciplina de trascender a discutir cuestiones políticas con una perspectiva científica, no desde la improvisación y la ocurrencia. Cuánta falta nos hace.
El autor es analista de políticas públicas.