En menos de un año, la noticia de la muerte trágica de cuatro jóvenes, de quien tuve la dicha de ser director de su colegio, de los padres de dos de ellos, muy comprometidos con la fe y el carisma franciscano, y de un buen amigo y colaborador de ese centro educativo por una enfermedad fulminante, además de la partida de otros tantos seres queridos o conocidos, deja un extraño sentimiento en el alma que nos hace reflexionar. Vivimos, pero debemos enfrentar la muerte de muchos que han compartido parte de nuestro camino.
Hablar de la muerte no consiste solo en considerar nuestro trance final, donde dejamos nuestra existencia terrenal como individuos. Es enfrentar la de los otros como un acontecimiento que nos afecta y nos cambia. Ya lo decía Alberto Cortez: “Cuando un amigo se va, queda un espacio vacío que la llegada de otro amigo no lo puede llenar”.
La unicidad de quienes nos dejan produce en nuestro mundo, y en especial en nuestra vida, la carencia de algo familiar y cercano. La muerte nos abre los ojos para descubrir que esa experiencia era singular e irrepetible, un don que dejaba en nosotros las chispas de una vida henchida de esperanza.
Es impresionante cómo nos dejamos engañar pensando que el mundo gira a nuestro alrededor, cuando en realidad somos nosotros quienes giramos en infinidad de relaciones que se dan simples y puras, gratuitas y bellas. Basta un solo momento de alegría con otra persona amiga para recibir un don, una gracia regalada en esa realidad que llamamos “tiempo”. La muerte nos recuerda que somos transcurso, caminantes en medio de los horizontes que poco a poco hemos conocido o creado. Somos tiempo en marcha inexorable y decidida.
El tiempo es imparable. Hemos querido detener este hecho determinante de la existencia con muchas cosas y productos. Incluso tratamos de averiguar cuáles son los hilos de la genética que nos permitirían seguir regenerándonos para no envejecer. Sin embargo, aunque lo lográsemos, no dejaríamos de ser tiempo que avanza porque todo cuanto nos rodea se mueve con él. No hablamos de fenómenos físicos, sino de experiencias y de su acumulación en nuestra conciencia. Poco a poco avanzamos tirados hacia alguna resolución final: hasta las estrellas mueren con el tiempo, detener las arrugas para el paso de los días y los años.
Pero ¿qué clase de final buscamos? ¿Qué nos mueve a avanzar cuando no tenemos definido un rumbo único? Nadie lo sabe con exactitud: el deseo de trascendencia, el anhelo de conocer, la rebelión ante el no ser, el miedo, la necesidad de sentido… Ninguna respuesta parece suficiente porque tal vez alguna de ellas que nos parecía definitiva con el paso del tiempo resulta ineficaz para nuestros anhelos y deseos de comprensión.
Cuando alguien se nos va, las preguntas se suceden en medio del dolor por la pérdida y en medio del recuerdo de los bellos momentos que signaron para siempre lo que vivimos. Dolor y alegría, belleza y fealdad, sueños y desilusiones, todos binomios que nos recuerdan aquel fundamental: vida y muerte. Por eso, hablar de la muerte es referirse a la vida, a esa que cada uno de nosotros tiene el honor de transitar. Este es el único remedio posible para el luto que nos ensombrece porque la muerte no se puede llevar consigo lo cincelado en el alma y el corazón.
Cuando hablamos de la vida debe tenerse en cuenta la dimensión histórica de nuestra experiencia. Esto nos hace rehuir el discurso vacío que trata de vendernos recetas eficaces contra nuestra debilidad. Son los eventos que van adquiriendo en el recuerdo y la memoria nuevos sentidos los que nos pueden guiar en los momentos difíciles. Es cierto que nuestra primera emoción es rebelarnos contra la realidad que nos ha quitado algo que consideramos precioso, es un instinto que protege nuestra individualidad, pero es solo vano esfuerzo porque la ausencia magnifica como un lente lo vivido junto a otro.
Nuestros dilemas. Entramos aquí en la magia que habita en nuestras capacidades emocionales e intelectuales. Excavamos nuestros recuerdos separando lo banal de lo importante, lo circunstancial de la médula histórica plena de vigor existencial. Muchas cosas nos distraen a lo largo de la vida, pero lo que resultó significativo comienza, a veces fragmentariamente, a florecer cuando necesitamos dar respuestas a dilemas serios que se baten en nuestro interior.
En ese proceso, comienza a construirse otra parte fundamental de lo que somos, la consciencia de que nos formamos unos a otros, que nos ayudamos a enfrentar la vida en compañía, no en soledad. Tal vez, el recuerdo de alguien que se fue sea fugaz, tal vez solo compartimos un momento con esa persona. Pero con eso basta, muchas veces, para darnos cuenta de que vivimos un momento especial, lleno de sabiduría.
En otras ocasiones, la experiencia con el otro dura muchos años, no rara vez de los mejores de nuestra vida. Los retazos de nuestros recuerdos forman un tejido tan variopinto y creativo que nos toma mucho trabajo ir desentrañando los misterios de su legado y el impacto que generó en nuestro espíritu. Hablamos de misterio en sentido bíblico: en las experiencias vividas estaba en germen la revelación de algo superior que nos hace experimentar la paz. La cotidianidad no nos dejaba contemplar ese momento especial, la muerte nos da la oportunidad de descubrirlo.
Como ya se ha podido percibir, no es buscar dar un sentido al hecho de que todos morimos, sino que nuestra mirada se posa sobre lo que la muerte de otro puede significar para el que todavía vive. Es cierto que el dolor nos hace sentir que somos nosotros los que morimos, pero seguimos respirando y saludando a aquellos que a quienes la muerte del ser querido también ha afectado. Esto es fundamental para encarar la realidad de la muerte como una oportunidad de crecimiento y de búsqueda de la esperanza. Con todo, esto requiere paciencia y comprensión.
Paciencia, porque necesitamos tiempo para enfocar con precisión la herencia que hemos recibido de parte de quienes nos dejaron. Necesitamos tener comprensión de nosotros mismos, no recusándonos el dolor o la rabia que anida en el interior, sino aceptándolos como un momento real que exige de nosotros un esfuerzo singular, que no siempre se logra con celeridad. Por ello, necesitamos también tener confianza, sobre todo en aquellos que comparten nuestro dolor porque juntos recordamos y hacemos del pasado una celebración de la vida.
Apartarse de la búsqueda de razones. No hay necesidad de preguntarse el porqué de las muertes que nos parecen injustas, irreales o injustificadas. Claro está, no se trata de consentir los actos humanos que traen el dolor a causa del odio, la segregación, la marginación o el afán de poder. Hemos de rechazar lo que no nace de la bondad y la generosidad. Pero el hecho es que morimos y cuando una vida se apaga su camino no permanece estéril porque, por paradójico que parezca, lo que nace en el tiempo lo alimenta de un sentido nuevo y único.
Vale más bien la pena preguntarse por ese sentido y lo que cada uno de nosotros somos ante él para que dejemos fluir la energía de la renovación en nuestra historia. No es extraño que nuestras interpretaciones científicas acerca de la vida de los seres humanos pongan en evidencia los conflictos, las luchas y las causas generadoras de cambios drásticos en las diversas naciones y culturas. Pero aquí se trata de ver la historia con los ojos de las personas que caminamos bajo el sol en medio de nuestras limitaciones e imperfecciones.
¡Cuánto anuncio de vida nueva podríamos dar a partir del recuerdo de nuestros seres queridos! ¡Cuántos gestos de bondad, sinceridad y generosidad han llenado nuestras vivencias! Ese es el ancla de nuestro sentido y fortaleza, la razón por la cual no dejamos de creer en la vida y en el sentido último de nuestro postrer respiro.
Vida y muerte no pueden ser separadas porque necesitamos ambas para acrisolar nuestra conciencia y transformarnos en seres mejores. No debemos dejarnos abatir por el dolor ni culparnos irracionalmente por sentirlo. Hay que usar aquello que se debate en nuestros sentimientos como un instrumento que nos ayuda a contemplar la vida en profundidad. La muerte de quien hemos querido nos invita a respirar hondo, a buscar esperanza y a ofrecer a otros lo que nos han legado los nuestros. Después de todo, la muerte es nuestra hermana, vivimos junto a ella, pero no como quien se siente abatido y destruido por su presencia, sino como caminantes que levantan su vista hacia un futuro inimaginado.
El autor es franciscano conventual.