Vuelvo a la sabiduría de Octavio Paz, en su texto La llama doble, en el cual propone, entre muchos otros temas, que la causa de los desastres de las ideologías del siglo XX (aplicable también al siglo XXI) ha sido el resquebrajamiento de la noción de “persona”.
Paz se apropia del término (utilizado en muchas otras disciplinas), lo resignifica, y reitera que el ocaso de la noción de “persona” en nuestras sociedades “ha sido el gran responsable de los desastres políticos del siglo XX y del envilecimiento general de nuestra civilización”.
Siendo uno de los grandes males de este siglo, esta noción está herida en su centro y ha perdido su asidero. Para el intelectual, la “persona” debe definirse como una totalidad, a partir del lazo indisoluble que debe existir entre alma y cuerpo (espíritu y materia); en otras palabras, el alma encarnada en un cuerpo; aún con más énfasis: persona es cuerpo y alma.
Esta ecuación debería ser condición sine qua non para el logro de una sociedad modelo, ¿tal vez utópica? Tendría que ser, asimismo y en su acepción más universal, el eje de nuestra vida real, imaginaria y afectiva.
Concepto debilitado. ¿Qué ha pasado, entonces, con esta ecuación que debería ser piedra de fundación de nuestra sociedad y manantial de nuestra civilización?
En nuestra cultura, el concepto se ha fragmentado en forma tajante al debilitar uno de sus componentes, ya sea el cuerpo o el “no cuerpo” (alma, espíritu, psique).
Nuestros patrones culturales han llegado, ya sea, a una deificación del cuerpo en detrimento del alma; o, a la inversa, a una sobrevaloración del alma con la consabida satanización del cuerpo.
Hay extremos tales como la fabricación de la persona humana: el cuerpo como objeto mercantil y sujeto a las leyes del mercado y el alma en su desplazamiento a un locus etéreo, descontextualizándose de lo terreno donde ella, pienso yo, debería ejercer sus potencialidades.
Jerarquizar uno en detrimento del otro ha dado al traste con el estado idóneo del concepto de “persona”: el equilibrio entre cuerpo y alma.
Esta “persona”, según Paz, debe recuperarse para que no sea una abstracción o un mecanismo utilizado según sean los avatares político-ideológicos del momento.
Difícil tarea. Su recuperación implica, por un lado, devolverle a la “persona” su condición de única e irrepetible sin obviar que también es un ser gregario y social, inserto en determinados contextos espacio-temporales.
Por extensión, la “persona” debe también otorgar igual importancia tanto a sus necesidades físicas como espirituales, a sus alimentos naturales y culturales, al rejuvenecimiento y al ejercicio del cuerpo y del alma-psique.
En síntesis, a las exigencias, en el buen sentido del término, de nuestro cuerpo y de nuestra alma, para que se sostenga ese deseado equilibrio.
A partir de lo anterior, por extensión y siempre según Paz, otro rasgo definitorio es que la noción “persona es igual a cuerpo y alma” debe irrigar la ecuación: “Colectividad es igual a cuerpo y alma social”.
Así, ambas deberían ser atendidas y comprendidas en el marco de las políticas (también en la acepción positiva) de su momento histórico.
Otra ecuación. Para lograr lo expuesto, Paz da un paso más allá y propone otra ecuación, la relación “persona-amor”, entendiendo el amor como un rasgo universal (más allá de su sentido de amor erótico) constitutivo de todas las culturas, mitologías y eje de nuestra vida; por ello, su noción de persona también “debería irrigar” el campo de la política, entendida esta en el buen sentido del término.
El intelectual afirma que los totalitarismos, de cualquier índole, han resquebrajado la noción de “persona” es igual a cuerpo y alma.
En síntesis, la propuesta de Paz es el renacimiento y recuperación de la ecuación en cuestión. Paz aboga por “…la resurrección de la ‘persona humana’, que ha sido piedra de fundación y manantial de nuestra civilización”. ¿Sería utópico pensar que con ello disminuirían los males de la sociedad?
En estos tiempos aciagos, la ecuación propuesta por Paz es digna de meditación: alcanzar este equilibrio debería ser opción salvadora para que esta “persona es igual a alma y cuerpo” sea la que viva en el centro de las preocupaciones y dolores que el mundo está enfrentando.
La autora es filóloga.