Si acudimos a las formalidades y entendemos la propiedad privada solo como proporción (de la riqueza existente), no tendremos problema en asegurar que esta sí que tiene límites normativos cardinales: la nulidad y la unidad.
Pero no es esto en lo que pensamos cuando nos preguntamos por los extremos permisibles de la propiedad privada; nos preguntamos por los deseables, no por los concebibles. Puede que sean los mismos; al menos eso defienden —si bien en las antípodas de este intervalo ideológico que construimos— el comunismo y el anarcocapitalismo. Tal vez la introspección sea una guía válida para juzgar ambos.
Aquella nos revela que la cota inferior necesaria se encuentra bastante por encima de 0: la necesidad de la administración privada la encontramos expuesta con elegancia por santo Tomás de Aquino, ya que “cada uno es más solícito en gestionar aquello que con exclusividad le pertenece” y “se administran más ordenadamente las cosas humanas si a cada uno le incumbe el cuidado de sus propios intereses”.
Parte de la indignación que se cierne sobre las acumulaciones tiene una idea ególatra detrás: que, si fueran nuestras, probablemente haríamos algo mejor para el mundo con ellas.
¡Lo que es de todos, no es de nadie, y lo que no es de nadie a nadie le importa! Así se resumen en la práctica esas recomendaciones del ilustre escolástico, uno de los estudiosos tempranos de la crematística.
Empero, si en lugar de no ser de nadie ni de otro lo hiciéramos nuestro de forma coercitiva y lo reasignáramos a discreción, probablemente llegaríamos a un resultado calamitoso por falta de conocimiento. Nos cuesta admitirlo; esa es “la fatal arrogancia” hayekiana, es dar la espalda persistentemente al que puede ser el mayor logro filosófico de la economía moderna: dar fuerza de teorema al hecho de que la agregación de preferencias es imposible.
Complacer al otro
No solo es necesaria la propiedad privada, sino que también es moralmente legítima: John Locke la justificaba expresando que los bienes serían inútiles si no hubiera un modo de apropiarnos de ellos y que al añadirle a la naturaleza el trabajo que proviene de nuestro cuerpo (un cuerpo que solo es de nuestra pertenencia, un axioma ético que todos estamos dispuestos a aceptar) le damos algo que es solo nuestro y que faculta que dispongamos de ellos.
Estas bases prácticas y morales para que el límite inferior de la riqueza privada no sea 0 han sido extendidas, por el liberalismo austríaco, hasta el derecho del agente de apropiarse de todo aquello que sea producto de su creatividad empresarial.
Pero ¿acaso la cota superior debe ser el 100%? Para responder negativamente a ello, resulta paradójico, hemos de recurrir a Adam Smith. El escocés, en su Teoría de los sentimientos morales, postula el origen de nuestro interés individual, ese que impulsa el “deseo de mejorar nuestra condición” que nos vuelve propensos al comercio, y que en su Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones lo expone como la necesidad de la estima ajena.
Tendemos a defender —usualmente siendo menos permisivos cuando se trata de los deseos de otros— nuestro derecho a hacer lo que nos plazca. Y ese “lo que nos plazca” no es motivo para vanagloriarse.
Nuestras preferencias individuales están determinadas altamente por la sociedad, por las probabilidades de que esta nos dé su consentimiento. Por admiración, desperdiciamos comida en bromas, abusamos de narcóticos y compramos ropa a la última moda.
No sacrificar una felicidad alcanzable en todo momento por una riqueza infinita; ese era el mensaje smithiano al encomiar como “engaño fecundo” (el siempre poder ser más admirado es lo que conduce a la insatisfacción sempiterna) la búsqueda de beneficios pecuniarios que hace que la pobreza extrema mundial fuera del 10% en el 2019, cuando antes de la Revolución Industrial era del 90%, pero que también nos lleva a deteriorar la tierra y a obviar que millones de humanos no fueron alcanzados por esa mejora del bienestar.
Límite superior
No cabe duda, pues, de que hay un límite superior moral (distinto del 100%) para la disposición de la propiedad privada. Las restricciones para ello requieren de la ley precisamente porque es casi imposible salir del engaño de que ¡nuestras preferencias no son nuestras! No lo son ni siquiera cuando tomamos aislados las decisiones.
Gruber y Mullainathan en su trabajo Do Cigarette Taxes Make Smokers Happier? descubrieron que la respuesta a la pregunta que le daba título era afirmativa; cuando analizaron a consumidores de tabaco, se percataron de que no es la adicción racional, sino la inconsistencia temporal (placer hoy y sufrimiento mañana, pero con incapacidad de dimensionar el último) la que domina.
Y si el control de nuestra vida es desconocido hasta para nosotros, quiere decir que por lo menos una parte de la propiedad privada de todos modos no termina en las manos de quienes escogeríamos en pleno uso de nuestras facultades.
Toda nuestra digresión hasta ahora no ha hecho más que sacar a la luz el correlato de la carencia de humildad en la asignación y la administración. Así es que para su estudio del 2014, Aprendiendo a vivir juntos: convivencia y desarrollo humano en Costa Rica, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo preguntó a los costarricenses si “en su opinión, la mayoría de la gente se aprovecharía de usted si tuviera la oportunidad”, y el 63,7% respondió afirmativamente.
Si la pregunta hubiera sido “¿se aprovecharía usted de la mayoría de la gente si tuviera la oportunidad?”, de seguro se revertiría la tendencia. Pero especulaciones como esas no son de interés; es mejor consultar la evidencia, como hace el artículo Economic Incentives Don’t Always Do What We Want Them To, de los ganadores del Premio Nobel de Economía Esther Duflo y Abhijit Banerjee: tras preguntar a una muestra representativa de estadounidenses por una serie de políticas sociales, una mayoría contestó que estas no les quitarían el incentivo a trabajar, pero sí tendrían este efecto en los demás.
Si se presume su eficacia, la moralidad de la política económica se reduce a una disyuntiva: la característica radicalidad rothbardiana señalaba al cobro de impuestos como homologable al robo, pero la contraparte rawlsiana (de las pocas que también recurre a la jurispericia) no enfatiza lo suficiente el que puede haber negligencia o complicidad, en una frase, pecado de omisión, en no redistribuir bienes para evitar la destrucción ambiental y el marasmo.
La discusión que hemos llevado a cabo no es capaz de decirnos cuál de las dos fallas es más gravosa, pero sí es capaz de decirnos que la primacía de cualquiera de las dos no es categórica y que está mucho más relacionada con lo que creemos saber de los otros que con lo que realmente sabemos de nosotros.
El autor es estudiante de Economía en la Universidad de Costa Rica.