“Una palabra está muerta cuando se la pronuncia, dicen algunos. / Yo digo que a vivir recién empieza ese día”, afirma la poetisa estadounidense Emily Elizabeth Dickinson, quien me dio el ánimo necesario para hablar hoy con palabras que pueden desagradar.
Toda mi vida he estado cercada por ruidos en la calle, como la mayoría de las mujeres. Me contó hace poco una prima de cuando tuvo que ir sola, siendo niña, por un camino atravesado por una quebrada, allá, en el pueblo donde se crio. Iba con mucho temor, porque para ese entonces se decía que andaba un “maleante que molestaba a las chiquitas”.
Se trataba, según el decir de los locales, de un hombre que venía de otro pueblo. Por eso, una vez, cuando mi prima vio un bulto detrás, que se acercaba, y comprobó que era un vecino, se sintió aliviada, sin saber lo que le esperaba. “Desde ese día —me confesó con voz bajita—, cada vez que alguien se me arrima por detrás, pego un brinco. Quedé traumatizada”.
Como a ella y a muchas que me leen, a mí también me pasaron cosas semejantes durante la infancia. Cuando mamá me encargaba mandados, sentía aprensión por lo que me esperaba fuera. Salía junto con mi hermana menor a recoger la leche en polvo que el Estado nos regalaba. Caminábamos por una carretera llena de curvas, cuestas y bajadas.
Hacía mandados sola en las casas de los vecinos, que a veces nos regalaban alguna cosa o reparaban un vestido. Recorría para ir a la escuela una cuesta embarrialada y sembrada de árboles. Hacía trayectos de distintas longitudes para llegar a las fincas donde cogía café, terrenos escondidos entre potreros y quebradas.
Comportamiento depredador
En algunos de los viajes, tenía que cargar con el peso agobiante de las miradas y las palabras maliciosas que me dirigían. Como resultado, andaba con miedo de que, como solía decirse eufemísticamente, “un viejo me hiciera algo”. Nunca escuché a nadie explicar en qué consistía ese posible daño. Era un problema que se esquivaba.
Entre las mujeres, esto tampoco se hablaba, y si se mencionaba, era a manera de broma, como si se tratara de algo sin importancia, que había que aguantar. De forma torpe, indirecta y avergonzada, las mayores nos enseñaban que a los “majaderos” había que capeárselos.
Era una pequeña, de una de las familias más pobres de la zona, sin mayor futuro laboral ni comprensión de lo que ocurría. Con el paso de los años y los diferentes lugares donde viví, las cosas no mejoraron.
Empeoraron cuando llegué a mi adolescencia, porque aumentaron y pasaron a lo físico, al punto que dicho comportamiento depredador fue una razón de peso para decidir algo que fue recibido con mofa en mi familia: cargar una diminuta e inocua cuchilla en mi mano para, según yo, defenderme si me atacaban durante mi trayecto desde el colegio nocturno hasta mi casa. ¡Esa cuchilla está tan herrumbrada que lo mataría de la infección!, me decían.
Era una joven mujer de una de las familias más pobres de la zona, sin mayor futuro laboral, pero que empezaba a entender lo que ocurría. Al trasladarme a Heredia para ir a la universidad, mi paso por las áreas públicas me obligó a lidiar con el acoso que llegó numerosas veces a manifestarse como nalgadas desde motos, autos y bicicletas, y el acorralamiento que algunos practican en grupo.
Formas de abuso
Hoy, que tengo 54 años y un cargo de profesora universitaria, el ruido en la calle permanece. Ya no soy una niña o jovencita, y ahora entiendo perfectamente a qué se debe, pero persiste aún porque, por muy catedrática que sea, sigo siendo una mujer.
Cuando estoy ejercitándome, con cierta frecuencia, soy sujeta de gritos onomatopéyicos, fórmula usada, sobre todo, por jóvenes para burlarse de mí cuando pasan en sus autos, pues, posiblemente, les parece gracioso que yo ande libre por ahí en mallas, camiseta y tenis.
O al trasladarme a pie —y esto me costó mucho interpretarlo—, recibo saludos de hombres mayores. Un saludo tenso, como de reclamo de quien piensa que puede interrumpirme, aunque no me conozca. Un “buenos dííías” acompañado a veces de un mi “amors” o reina (¡ustedes no tienen idea la cantidad de “saludos” que puedo recibir en mi trayecto de media hora de ida y media hora de regreso!). O los silbidos de adultos que, cuando paso frente a ellos, fingen ruidosamente estar entonando alguna canción.
Como a las mujeres que me criaron, para nosotras hablar sobre situaciones de esta naturaleza es incómodo y duro porque, por lo general, quienes nos escuchan encuentran la forma de justificar lo que nos hacen o de relativizarlo, dándole una interpretación que conduzca a pensar que las causas no son las que decimos o, incluso, valorando que, después de todo, hay cosas peores.
La verdad es que ocurre porque así es como la cultura admite que se trate a las mujeres, y sus consecuencias perniciosas son enormes, empezando por el grave daño a nuestra condición humana, en el sentido que le da la filósofa Hannah Arendt al concepto. El perjuicio viene por lo mucho y constante, además de por las diversas formas que tiene y porque es solo una pequeña parte de un mundo de pérdidas en otras áreas de la vida.
Recuerdo con especial desagrado una situación de hace pocos meses. Ocurrió durante una mañana. Tuve un duro baño de realidad sobre mi condición de mujer, que quiero contarles para ilustrar bien de lo que hablo. Iba hacia mi casa, feliz de haber logrado levantarme temprano un sábado para salir a caminar alrededor del Parque Nacional, cuando fui agredida verbalmente por cuatro jóvenes hombres en un automóvil que detuvieron a mi lado para gritarme “¡vieja hijueputa, váyase para la casa!”, y, de seguido, rompieron en carcajadas.
Lo hicieron como si nada, con liviandad, como si ejercieran un derecho. Mi cuerpo entró en un temblor furioso y mi boca solo pudo devolver el golpe con un estruendoso “¡cobardes!”.
Como a estas alturas algunos de ustedes estarán pensando lo que por dicha se atrevió a preguntarme una estudiante, con cierto tono de reclamo, “diay, pero ¿por dónde anda usted?”, les respondo de antemano lo que a ella: “Por la calle”.
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.
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