Inocente, yo, cuando, al inicio del año, deseé que el 2023 fuera un mejor año para la humanidad. No lo fue por muchas razones, cuya sola enumeración consumiría todo el espacio de esta columna. Pero, aunque la esperanza puede ser ingenua y, en ocasiones, hasta un delirio, ¿qué seríamos sin ella?
Inocente, yo, cuando pensé que en algún momento del 2023, quizá, este país sería capaz de aprovechar el hecho de estar dejando atrás la emergencia de los tiempos pandémicos para entrarles a problemas de fondo de nuestro desarrollo, como los retrocesos en educación, la alta desigualdad de ingresos y riqueza, los rezagos de productividad, la escasa generación de empleo y la sostenibilidad de las pensiones. Que demostraríamos, a nosotros mismos y, ¿por qué no?, al resto del mundo, que esta nación sigue siendo una sociedad innovadora, especial, empeñada en un sendero de desarrollo inclusivo. Pues no lo hicimos, y terminamos el año empantanados, con un gobierno debilitado y a la defensiva, enredado en la saga de los audios de la presidencia y una sociedad civil que, si no está anestesiada y apocada, bien lo parece.
Inocente, yo, cuando, una vez más, esperé que en el 2023 los troles que han secuestrado la deliberación de los asuntos públicos serían barridos y arrinconados por una ciudadanía activa que reclamaría el derecho de tener una voz vibrante y alternativa a la vulgaridad y el odio y, agregaría, respondona a la futilidad de tanta bravuconada. Que la democracia deliberativa se abriría paso, aunque fuera de manera tentativa, y demostraría que las diferencias de opinión pueden ser empleadas constructivamente para crear mejores resultados colectivos. Que ni el muy muy ni el tan tan pueden abrir senderos. Me pregunto de dónde sacaría este deseo si el dueño de X (antes Twitter), el señor Elon Musk, es, para empezar, el troll-in-chief de todos, adorado y exonerado de su zafiedad debido al poder de su billetera. El dios dinero.
Y, con todo, tengo el derecho a ejercer la inocencia, inocentemente, sobre todo en este 28 de diciembre, día de los Inocentes. O eso pienso. Es que de lo contrario sería muy probable que el cinismo y el desánimo se apoderarían de mí. Y no quiero. Esta es la respuesta a la pregunta que planteé al principio: prefiero desilusionarme a cada paso, pero mantener prendida la llamita de la esperanza. Mi pequeño delirio íntimo de cada día. Mío.
El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.