Próximo a conmemorarse dentro de algunos meses la efeméride del bicentenario de nuestra independencia, acontece también un significativo hecho originado desde la propia coyuntura de 1821: la ausencia de un monumento específico dedicado al inicio histórico como país autónomo.
Así, aunque en 1921 y con motivo del centenario independentista, se inauguró una estatua de bronce en homenaje a nuestro primer jefe de Estado, Juan Mora Fernández, lo cierto es que dicha escultura se circunscribió a reconocer a uno de los eximios individuos que concatenaron sus acciones para dotarnos de un derrotero propio respecto de la monarquía española, omitiendo, por ende, al resto de los compatriotas que participaron en el proceso.
La situación no solo invisibilizó a ese conjunto de próceres, sino que además acentuó la inexistencia inaudita de un sitio puntual para que los costarricenses pudiésemos rememorar nuestra gesta fundacional decimonónica.
Prolegómenos. Tras la emancipación de Guatemala, el 15 de setiembre de 1821, acontecieron durante ese mismo año las autonomías de San Salvador (actual El Salvador; 21 de setiembre), Comayagua (actual Honduras; 28 de setiembre) y Nicaragua (11 de octubre).
Pocos días después, el territorio costarricense declaró su independencia (29 de octubre de 1821) tras la decisión conjunta y unánime de 28 personas de la llamada Junta de Legados de los Ayuntamientos (representantes de los cabildos costarricenses) y la Municipalidad de Cartago. Así, quedó consignado en nuestra acta de autodeterminación resguardada en el Archivo Nacional.
Desde noviembre, el mando político fue asumido por una Junta de Legados de los Pueblos, a la que siguió una Junta Interina (diciembre) y, desde el 5 de enero de 1822, una efímera Junta Electoral, la cual fue sucedida por una primera Junta Superior Gubernativa el 12 de enero del mismo año.
Ya para enero de 1823, nos rigió una segunda Junta Superior Gubernativa, seguida de una Diputación de Costa Rica (marzo) y un pionero Congreso Provincial (abril). Este último, de mayo a setiembre de 1824, cuando se instaló una tercera Junta Superior Gubernativa, momento en que el gobernante Juan Mora Fernández asumió su jefatura de Estado, por lo que, como puede colegirse, el proceso independentista de Costa Rica no fue obra de un solo individuo, sino de la conjunción de múltiples voluntades y actuantes.
Ausencia perenne. A lo largo del siglo XIX, se omitió la construcción de un monumento en homenaje a nuestra gesta autonómica y se dio, además, un creciente marasmo cívico respecto de muchos de los personajes e incidencias de aquella época.
Inercia que, por dicha histórica, no aconteció así con la eximia Campaña Nacional 1856-1857, pues en 1891 se develó en la ciudad de Alajuela la imponente estatua en honor al soldado Juan Santamaría y en 1895 fue inaugurado el ínclito Monumento Nacional en la ciudad de San José.
Fue entonces en 1920 cuando el presidente Francisco Aguilar B. firmó el decreto para erigir un monumento que festejara los cien años de nuestra emancipación, lo cual se materializó en 1921 con la ya citada escogencia de la figura de Mora Fernández para ello, obra del artista francés Raoul Verlet y que se colocó en la plazoleta ubicada al frente de la entrada principal del Teatro Nacional.
Con el inexorable paso de los años, la carencia de un monumento alusivo al proceso independentista de Costa Rica no hizo más que extenderse. Todo lo contrario a casi todas las naciones latinoamericanas, las cuales poseen distinguidas obras al respecto, como la Columna de la Independencia (México), el Monumento a los Héroes de la Independencia (Argentina), el Obelisco de la Independencia (Guatemala) o el Monumento a la Independencia (Ecuador), por citar algunos.
Reflexión. Aunque por obvias razones de tiempo resulta utópica la idea de contar en el 2021 con un conjunto escultórico que se erija en el idóneo para celebrar nuestro bicentenario de la independencia, también es incuestionable que su ausencia no debe perpetuarse más, pues las próximas generaciones deben tener la valiosa oportunidad de enorgullecerse de un sitio de esa naturaleza.
Así, no solo se estará saldando una ostensible deuda cívica que se ha mantenido durante casi doscientos años, sino que sería también el justo y agradecido homenaje al valiente grupo de costarricenses que tuvieron el denuedo de colocar las bases sobre las que se fundó el histórico derrotero por el que Costa Rica se ha desarrollado desde 1821.
El autor es catedrático de la Universidad de Costa Rica.