“No se puede defender derechos de minorías ignorando derechos de mayorías”, proclamó monseñor Manuel Eugenio Salazar, obispo de Tilarán, en su homilía del 2 de agosto. La afirmación es cierta, pero segunda en importancia a la aseveración inversa: “No se puede defender derechos de mayorías ignorando derechos de minorías”.
La calidad de una democracia se define por el trato dispensado a las minorías. Las mayorías se cuidan solas y no pocas veces oprimen a los menos, a los diferentes. Si la protección de las minorías desarrollada en las democracias republicanas hubiera existido a inicios de la era cristiana, la Iglesia tendría menos mártires.
El culto a las mayorías es la piedra fundamental de los autoritarismos populistas de todos los tiempos. De las urnas derivó Hugo Chávez las voluntades mayoritarias paradójicamente requeridas para liquidar la democracia en Venezuela, para citar un ejemplo cercano en el tiempo y el espacio.
Entre el desafortunado país sudamericano y Costa Rica, hay una importante diferencia. Allá, los tribunales, obsecuentes con el poder, encuentran en la lógica de las mayorías una justificación para las arbitrariedades gubernamentales. Aquí, los tribunales reconocen derechos humanos fundamentales cuya vigencia no depende de mayoría alguna. Por eso, no pueden ser sometidos a referendo.
Poco importa la opinión mayoritaria. Son derechos consustanciales al ser humano y parte integral de su dignidad. Un solo hombre o una sola mujer pueden enarbolarlos para exigir el respeto de multitudes. El Estado democrático los reconoce, pero no los otorga y tampoco los puede eliminar.
No son invento del siglo XX. Vienen a nosotros del pensamiento estoico y el iusnaturalismo, por intercesión del cristianismo y los doctores de la Iglesia. Son una extraordinaria construcción de la filosofía y el derecho. No tiene sentido renunciar a semejante conquista por una simple operación aritmética.
“Entre cristianos católicos y evangélicos somos una buena mayoría en este país”, advirtió el obispo al presidente de la República. La afirmación despierta inquietud sobre la consideración debida a otras religiones. Tampoco es ocioso recordar cómo afectaba ese pensamiento a los protestantes cuando los católicos, por sí solos, eran “una buena mayoría”. Y considerando el mandato de hacer a los demás cuanto queramos que nos hagan, es necesario preguntarnos por la suerte que deseamos para los cristianos en sociedades donde son minoría.
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Armando González es editor general y director de La Nación.