La historia del sistema educativo costarricense se ha caracterizado por una expansión progresiva, pero muy lenta, de las oportunidades educativas, que se han distribuido de manera desigual según género, etnia, clase social, origen geográfico y nacionalidad.
Dadas esas desigualdades, entre 1821 y 1970, los más beneficiados fueron los varones pertenecientes a los sectores medios y altos de las ciudades principales, en particular de San José; y las mayores desventajas fueron acumuladas por las mujeres rurales, sobre todo las de origen indígena.
Los rezagos producidos por esas diferencias explican que, pese a la fuerte vinculación entre identidad nacional, educación y democracia que prevalece en el imaginario costarricense, la enseñanza primaria completa (de seis grados) apenas se universalizara a inicios de la década de 1970, es decir, hace menos de medio siglo.
Secundaria. En el caso de la enseñanza secundaria, la cobertura (medida con base en la proporción de jóvenes de 13 a 17 años que asistían a las aulas) solo se expandió decisivamente en el decenio de 1970, cuando alcanzó a un máximo del 62 % en 1979. Luego, como resultado de la crisis económica de la década de 1980, disminuyó al 44 % en 1988, y solo recuperó el nivel logrado casi un cuarto de siglo antes, en el año 2003.
Pese a que el país ha reducido, en los últimos quince años, la inequidad en las oportunidades educativas, todavía no universaliza la segunda enseñanza (la cobertura en el 2016 era de 88 %) ni contrarresta las profundas desigualdades en la graduación –menos de la mitad de los alumnos que ingresan al colegio se gradúan cinco años después– ni en el acceso a la educación superior pública.
Aunque los colegios privados y subvencionados concentran casi el 13 % de la matrícula de la segunda enseñanza, sus graduados representaron en el 2017 alrededor del 32 % de todos los estudiantes que ingresaron a la Universidad de Costa Rica (UCR).
Calidad. En el siglo XIX y durante la mayor parte del XX, el esfuerzo del Poder Ejecutivo se concentró en expandir la cobertura, por lo que predominó una evaluación cuantitativa del desempeño educativo; sin embargo, la preocupación por lo cualitativo no estuvo ausente.
Desde el siglo XIX existió entre las autoridades correspondientes una interés por la calidad educativa, asociada con la construcción de infraestructura adecuada para la enseñanza, con el acceso a equipos y recursos actualizados, con la creación de condiciones favorables para el estudio (alimentación, becas y otras ayudas para los alumnos pobres) y, sobre todo, con mejoras en la formación de los docentes.
A lo largo del siglo XX, la inversión estatal en los rubros anteriores tendió sistemáticamente al crecimiento, con dos excepciones: la primera fue breve y abarcó la dictadura de Federico Tinoco Granados (1917-1919); la segunda, en cambio, se extendió por unos veinte años, tras la crisis económica de 1980. Durante este período, la educación pública experimentó el desfinanciamiento más grave de toda su historia, el cual repercutió desfavorablemente en la calidad educativa.
Teoría. Los rezagos y las pérdidas acumulados a finales del siglo XX, en términos de infraestructura, equipos, recursos y cobertura, solo empezaron a ser superados a inicios de la década del 2000, a medida que el sistema educativo empezó a ser conceptualizado como una fuente estratégica para producir capital humano.
Dicho capital se considera indispensable para que Costa Rica compita en la era del capitalismo globalizado, un proceso incentivado por la creciente inversión extranjera directa y por el desarrollo de un sector económico de alta tecnología.
Ya a finales del siglo XIX las autoridades educativas empezaron a comparar internacionalmente los logros de Costa Rica en el campo de la enseñanza (sobre todo en términos de la alfabetización). Ahora esa comparación, influida por la teoría del capital humano, se realiza a partir de instrumentos como las pruebas PISA, que han evidenciado que el desempeño académico de los estudiantes costarricenses está por debajo del promedio.
Docentes. Debido precisamente a la sinergia que se supone debe existir entre educación y mercado, y a la correlación cada vez más fuerte que hay entre nivel de estudios, empleo e ingresos, tanto el Estado como diversos sectores de la sociedad civil han manifestado un interés creciente, en el último cuarto de siglo, por la calidad educativa.
Intervenir directamente en la calidad de la enseñanza, a partir de la formación de los educadores, fue posible para el Poder Ejecutivo entre 1886 y 1939 porque en ese período controlaba las diversas instancias formadoras de docentes de primaria, en particular la Escuela Normal, fundada en 1914.
Tal control, que desapareció en 1940 con la incorporación de ese plantel normalista a la recién creada UCR, fue restablecido en la década de 1950, con la apertura de nuevas escuelas normales, incluida la Escuela Normal Superior, que asumió la preparación de profesores de colegio a partir de 1968.
La nueva intervención del Poder Ejecutivo en la formación docente fue, sin embargo, de corta duración: con la creación de la Universidad Nacional en 1973, los docentes para los distintos niveles educativos –con excepción parcial de quienes enseñaban en colegios técnicos– empezaron a ser formados exclusivamente por las instituciones de educación superior pública.
Pérdida. Si a inicios de la década de 1970 el Poder Ejecutivo perdió el control de la formación docente, poco después el Estado mismo experimentó un proceso similar, al expandirse, luego de la crisis de 1980, el número de universidades privadas que impartían carreras de educación.
Prácticamente sin control, el sector universitario privado empezó a graduar, de manera masiva, docentes para los distintos niveles educativos, a tal punto que, en el 2015, de 10.883 títulos expedidos en el área educativa, el 70 % fue otorgado por universidades privadas, cuyas carreras, en este campo, permanecen mayoritariamente sin acreditar.
Hoy día, el desafío inmediato y principal que enfrenta el país en la formación docente es asegurar que, independientemente de la universidad, quienes se gradúan tengan una preparación mínima en las asignaturas que van a enseñar. De acuerdo con los resultados de las pruebas practicadas por el Ministerio de Educación Pública (MEP) en inglés y matemática, la calidad de los graduados es muy desigual.
Tratar de uniformar la calidad, en un sentido ascendente, no es una tarea fácil, ya que los esfuerzos de ese tipo enfrentan una oposición sistemática proveniente de las propias universidades privadas, de los sindicatos de educadores y ahora también del MEP, decidido a convertir el examen de bachillerato de secundaria en una prueba puramente decorativa.
Mejoras. Al desafío anterior, se suma el reto de mejorar las condiciones laborales y el prestigio social de los educadores, con el propósito de que a las carreras de educación se incorporen estudiantes con un mayor capital cultural y dejen de ser la opción predominante para los alumnos universitarios con los más bajos promedios de admisión.
Cierto es que los márgenes institucionales de maniobra para impulsar esas mejoras son muy limitados; pero el Estado y las universidades públicas (particularmente la UCR) podrían implementar un programa de formación de docentes de alta calidad, que priorice la preparación de maestros y profesores en los fundamentos de las áreas disciplinarias de su especialidad, más que en lo específicamente pedagógico.
Mediante una iniciativa de esta índole, se podría iniciar un proceso dirigido a crear o expandir nichos de enseñanza de calidad, de manera que los estudiantes tengan la posibilidad de toparse, por lo menos una vez durante su experiencia educativa preuniversitaria, con un maestro o profesor que pueda hacer una diferencia en sus vidas.
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Demonios. En un mundo donde el cambio tecnológico es cada vez más rápido y los distintos campos del conocimiento están en expansión constante, no se requieren docentes que sepan de todo, sino personas –en particular en la segunda enseñanza– a las que les apasione investigar sobre los distintos temas de su especialidad, sepan cómo hacerlo y puedan transmitir esa pasión y ese saber a sus alumnos.
Sería fantástico que por lo menos la mitad de los estudiantes que ingresan a la enseñanza superior pública supieran escribir con una proporción razonable de faltas ortográficas y gramaticales, que no odiaran la lectura y que dominaran –sin importar que fuera por medio de una calculadora– las cuatro operaciones básicas.
Pero sobre todo sería una maravilla que esos jóvenes estuvieran poseídos –aunque fuera en su grado mínimo– por los demonios de una curiosidad insaciable, que los dispusiera implacablemente a dudar, a preguntar y a investigar, y a no aceptar criterios de autoridad como formas de verdad o de razonamiento.
El autor es historiador.