La última modificación a la ley de regulación de los servicios públicos se llevó a cabo en el 2008, a raíz de la apertura de las telecomunicaciones. El proyecto original era mucho más ambicioso, pues pretendía fomentar la competencia entre los prestadores privados y dar mejores instrumentos al regulador para exigir reducciones de costos a las empresas estatales.
Como es usual y hasta esperable, en el trámite legislativo, se introdujeron muchos cambios, los cuales, en el balance, desmejoraron el proyecto inicial.
Tanto el proyecto original como el aprobado seguían basándose en dos elementos regulatorios anacrónicos, culpables de sesgar los precios y tarifas a favor de los prestadores: la garantía de reconocer todos los costos “mínimos” incurridos por el empresario (¿alguien será capaz de conocerlos?), con la coletilla tan elástica de limitarlos a los estrictamente necesarios para la prestación del servicio. Y, si eso fuera poco, la garantía de mantener su equilibrio financiero.
Agréguese un generoso reconocimiento de una utilidad “razonable”. Este es un mundo soñado para cualquier empresario, público o privado. El consumidor es el pato de la fiesta, pues cualquier desajuste se traslada a las tarifas.
Urge emprender una reforma regulatoria para eliminar las garantías de cero riesgo empresarial, especialmente tratándose de actividades cuyas concesiones no han sido otorgadas mediante ningún concurso o subasta pública.
En varios casos, la ley obliga a dicha licitación, pero las leyes no siempre se aplican y las autoridades hacen la vista gorda o contienen portillos para eludir disposiciones incómodas.
Esos principios legales impiden modernizar la regulación para utilizar otros modelos como la comparación de actividades similares entre países (benchmarking), contratos regulatorios a costos eficientes y otros por el estilo. Algunos imaginan a los prestadores (públicos o privados) guiados por principios altruistas para mejorar sus tecnologías y métodos de operación, reducir costos al mínimo y maximizar la calidad, en beneficio de los usuarios. ¡Sueños de opio!
Incentivos. El mundo no funciona así. Deben existir incentivos de mercado para moverlos a prácticas empresariales y productivas más eficientes. Con garantía total, no hay incentivo para bajar costos ni aumentar calidad.
En un estudio reciente, realizado para ULead, un grupo de profesionales sugerimos reformas legales para mejorar la regulación y cerrar portillos. Lamentablemente, las autoridades se sintieron aludidas y lo interpretaron como un ataque a su gestión. Esto denota no haber comprendido el quid de la cuestión. Debe verse como un proceso normal de mejora, pues siempre todo proceso es mejorable.
Entre muchas cosas, debe cambiarse la gobernanza de las empresas públicas para incorporar en sus procesos de decisión estratégica elementos ausentes en la actualidad, como la consideración previa del impacto tarifario y dar cabida a los usuarios en la toma de decisiones, dándoles información clara y transparente.
Esta tarea no es sencilla, pues no es un secreto que entidades como el ICE, Recope o Acueductos y Alcantarillados son muy grandes, con muchos aliados políticos y hasta gran aprecio en el imaginario popular, sin menospreciar la fuerte influencia de algunos grupos sindicales.
Es de la mayor relevancia blindar al regulador contra interferencias espurias de intereses particulares, o sea, eso que la teoría llama captura regulatoria. Esta se origina de muchos lados, incluso del propio sistema de nombramiento de las autoridades y la relación umbilical con los gobiernos de turno, así como de la influencia de algunos diputados bajo un principio de autoridad imaginario y, desde luego, del poder relativo de cada operador.
No es distinto en el sector privado. Algunos grupos disponen de instrumentos coercitivos muy potentes con los cuales atemorizar a los gobernantes de turno y a las propias autoridades regulatorias. Una huelga de autobuses o taxistas, de estaciones de servicio o transportistas de combustibles hace flaquear al más pintado.
Esto ocurre, además, cuando las autoridades reguladoras caen en prácticas poco transparentes en las fijaciones tarifarias, como en la reciente decisión tomada por la Aresep de no aplicar la rebaja en las tarifas de autobús de un 4,75 %, producto de la fuerte rebaja experimentada en los combustibles en la segunda mitad del 2020. Eso debió haberse reconocido a los usuarios durante todo el primer semestre del 2021.
Además de haberse calculado en forma extemporánea (seis meses después de la fecha establecida), de manera incomprensible, funcionarios presuntamente sin potestad jurídica suficiente para hacerlo tomaron la arbitraria decisión de dejarla en suspenso, algo así como “hasta que se aclaren los nublados del día”.
Desconocemos si hubo pronunciamientos jurídicos y de los controladores internos para sustentar esas decisiones. Al menos, no parecen estar a disposición del público. ¿Podríamos excluir la comisión de un delito o incumplimiento de funciones?
Y luego sucedió lo previsible. El 19 de octubre se aclararon los nublados y decidieron realizar la rebaja, y aunque estrictamente debería perdurar por, cuando menos, seis meses para restituir lo cobrado de más a los usuarios, solamente duró una semana. Sí, ¡tan solo siete días!, una completa burla.
Y es que no estamos hablando de cifras menudas, sino de grandes números. Pergeñando algunas cifras, con base en los datos abiertos de la Aresep, proporcionados por los propios empresarios, resultan números escandalosos: ¡Tras cuernos, palos!, los usuarios pagaron de más entre ¢62.000 millones y ¢100.000 millones en la peor época de la pandemia (entre $103 millones y $167 millones). ¿Quién da cuentas de eso? ¿Se movieron intereses para calcular de forma tan elástica una metodología, además de incorrecta, mal aplicada? Ojalá esto sea impericia y no dolo. Ojalá estemos equivocados y el daño no sea de tal magnitud.
Y, desde luego, la repartición de esos regalos no es para nada equitativa. Una empresa con 26 rutas, buses nuevos y tarifas altas recibe una proporción abismalmente mayor que la un humilde empresario con una sola ruta rural, con buses cerca de su chatarrización y costos altos de operación. Aunque excluyamos el dolo, esto denota, al menos, una enorme impericia en los cálculos.
La reforma de la ley es necesaria no solo para dotar de mejores instrumentos regulatorios a las autoridades, sino también para erradicar ese tipo de prácticas y portillos creadores de privilegios y decisiones inexplicables.
El autor es economista.