Natali Cerdas Jiménez madruga a las 4:40 a. m. en su hogar en San Rafael de Oreamuno (Cartago) lista para tomar dos autobuses, un taxi y atravesar un puente colgante con tal de llegar a una escuela unidocente en Alto de Araya (Orosi).
Desde hace más de dos meses la huelga la obliga a impartir lecciones, limpiar baños y repartir meriendas. Regresa molida del cansancio pero dice sentirse plena.
El trajín de Cerdas Jiménez de lunes y viernes garantiza la educación de nueve niños en la Escuela Alto de Araya, donde las lecciones han querido vararse. No es que falle la voluntad de alumnos, familias y maestra. Es que faltan suministros.
El 10 de setiembre, cuando se inició la huelga, hizo el mismo recorrido con la esperanza de que la protesta no se extendería más que unos días. Ese día abrió y cerró la escuela donde dio clases y limpió los baños. Quedó debiendo las meriendas, porque no tenía cómo abrir el área del comedor donde se guardan los alimentos. Todo estaba cerrado.
Aparte de ella, en ese centro educativo laboran dos cocineras, una conserje, un profesor de música que acude sólo los jueves y una directora. Con el paso de los días, esas ausencias comenzaron a pesar porque, además de faltar estos trabajadores, se quedó sin las llaves para las puertas del lugar y, por lo tanto, sin acceso a insumos de limpieza y alimentos.
“La huelga nos dejó sin jabón, papel higiénico y meriendas de niños, tuve que pedirle a las mamás que empezaran a prepararles comida para ellos. Ver acabarse el papel higiénico me ponía nerviosa porque eso es clave para los niños. Me empecé a traer cosas de mi casa para mantener limpios los baños”, aseguró la maestra de 29 años.
Todo esto sumó nuevos desafíos a una jornada que ya de por sí calificó de “reto”.
Natali Cerdas se levanta a las 4:40 a. m. para tomar el autobús hacia Cartago centro que pasa por su casa a las 5:45 a. m. Luego se sube a otra unidad a las 6 a. m. para llegar Orosi. Allí camina unos 800 metros entre sitios solitarios y hasta “peligrosos” hasta topar con un puente peatonal de hamaca.
Es entonces cuando queda enfrente de la cuesta de entre dos y tres kilómetros que la separa de su lugar de trabajo.
"No me queda otra que buscar un taxi o un pirata que me lleve. Uno o sube la cuesta o da las clases pero no ambas”, bromea la educadora, quien asegura gastarse casi ¢6.000 diarios en sus rutinarios traslados.
Los ajustes han sido constantes desde que el resto de personal dejó de acudir. Los niños, por ejemplo, ahora llevan, además de sus útiles y cuadernos, un vasito, un plato y una cuchara de sus casas porque el comedor ya no es una opción sana donde sentarse a merendar.
Cuando apenas había transcurrido un mes de huelga, Cerdas logró conseguir las llaves del comedor gracias a la ayuda de la Junta de Educación de El Alto.
Cuando abrió las puertas de ese comedor, quiso cerrarlas de inmediato. El sitio estaba sucio, con las despensas llenas de víveres descompuestos o roedores merodeando los alimentos antes previstos para los alumnos. En dos refrigeradoras de la escuela, todo alimento estaba descompuesto.
“Deseché todo y limpié el refrigerador más pequeño. También el microondas. Con ayuda del profesor de música, sacamos esos dos aparatos y los pusimos en mi clase. Cerramos el comedor tal y como lo hallamos y devolvimos las llaves”, explicó.
La joven afirma que, en los primeros días de la protesta, los estudiantes no cesaban de preguntar cuándo regresaban las cocineras porque estas siempre les servían generosas meriendas de arepas, frutas picadas con yogurt, galletas o gallo pinto. Ahora ya no preguntan y todos se han habituado a otra dinámica.
Incluso la maestra, por ejemplo.
Aparte de multiplicarse en distintas labores en la escuela, al regreso a su casa alista lecciones y materiales para el día siguiente. Por estos días, elabora informes finales y ajusta actividades. Esa solitaria tarea permitió, por ejemplo, el desfile de faroles que celebraron el 14 de setiembre anterior y el acto cívico a la mañana siguiente cuando se celebró el Día de la Independencia.
Visto desde afuera, Natali Cerdas Jiménez parece celebrar a diario un acto personal y colectivo de independencia pese al desgaste que resiente. La joven admite que llega molida mental y físicamente y está deseando el fin de curso lectivo. Descansa únicamente los domingos porque, además, imparte lecciones los sábados de 8 a. m. a 5 p. m. en el Colegio Universitario de Cartago.
“Ando más cansada y se me hace el día eterno. Ahora asumo el papel de varias personas en un solo cuerpo, pero también es gratificante. Sé que estoy haciendo las cosas bien, lo estoy logrando”, aseguró por teléfono con el tono de voz de alguien que parece determinado.
– ¿Y por qué no se fue a huelga?
– Quien está en huelga, defiende lo que cree es correcto. Al lado de si eso está bien o mal, yo me dedico a hacer las cosas bien porque es mi trabajo y esta soy yo. Esa es mi decisión y la sostengo.
– Y usted que enseña a otros, ¿qué ha aprendido en estas semanas tan retadoras?
– Vea, aquí el entorno es duro. Esto me ha confirmado el amor y entrega que implica la profesión de educador. Esto no es un trabajo normal, es primero una vocación. Esto lo he confirmado en estos días y lo abrazo totalmente.
– ¿Incluso en estas condiciones?
– Sí. La gratitud de los niños y padres son la paga, la educación es servirle a los niños. Estoy agotada, no se lo niego, pero el esfuerzo paga y estoy tranquila, estoy en paz con lo que estoy haciendo.