El esfuerzo de ajuste en las finanzas gubernamentales emprendido a finales de 2018 con la aprobación legislativa de la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas atraviesa un momento complejo y retador.
Superada la desgastante tarea política que significó alcanzar los acuerdos necesarios para su aprobación y pese a rendir frutos muy favorables en términos de menores desequilibrios presupuestarios en la adversa coyuntura económica de los últimos dos años; paradójicamente, puede terminar siendo, de nuevo, un fracaso si una concepción fiscalista del ajuste – por definición, corta de miras – y los intereses que temen perder poder sobre los presupuestos públicos impiden pensar en las reformas necesarias para mejorar la capacidad de mejorar el bienestar de la población a través de intervenciones gubernamentales modernas, efectivas y sobre todo pensadas en clave de la consecución de futuros compartidos.
Es innegable que las reformas impositivas y el establecimiento de una regla fiscal que limite el crecimiento de los presupuestos gubernamentales, los dos componentes clave de la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas, han mostrado ser medidas muy efectivas para generar los superávits primarios requeridos con el fin de detener el aumento acelerado de la carga que el endeudamiento público significa.
Balances presupuestarios más equilibrados y consistentes con la meta de dar sostenibilidad a la deuda gubernamental han permitido alejarse del abismo de incumplimiento e imposibilidad de financiación al que condujeron al país una década de procrastinación por parte de políticos oportunistas, intereses miopes y autoridades irresponsables.
No obstante, se está cerca de cometer de nuevo el error de los ajustes anteriores: no se está solo frente a un problema de naturaleza presupuestaria – el desequilibrio entre ingresos y gastos gubernamentales y la forma en cómo se obtienen los recursos para financiarlo – sino que, sobre todo, ante un enorme déficit y una aún mayor deuda en términos de la satisfacción de las demandas legítimas de las ciudadanías, tanto las presentes como las futuras.
Medir el éxito del ajuste simplemente en los balances presupuestarios o en la forma en que, en el corto plazo, mejoran las condiciones de financiación –los tipos de interés– o las percepciones de riesgo –las calificaciones soberanas– es un error que no se puede permitir, de nuevo, la sociedad costarricense.
Los equilibrios presupuestarios y las condiciones de financiación más favorables no son fines en sí mismos. Son, sin duda, sustrato necesario para la tarea de recuperar el valor público que deriva de las intervenciones gubernamentales a los ojos de los habitantes, pero no son suficientes.
En este sentido, aunque resultaba imprescindible restituir el equilibrio presupuestario, esto no debería obtenerse a través del camino fácil del recorte irreflexivo de aquellas partidas en las que la oposición de grupos de interés a los recortes es menor, sin pensar en el impacto de estas decisiones sobre aspectos claves para el bienestar presente y futuro como es el caso del gasto en educación, salud, combate a la pobreza, equidad en el acceso a las oportunidades, seguridad y mitigación y adaptación al cambio climático.
El ajuste en la carga tributaria y la racionalización y control del gasto eran necesarios, pero no sin pensar y ejecutar reformas paralelas en las instituciones y políticas públicas que permitieran cerrar, al mismo tiempo, la brecha entre las demandas ciudadanas y la capacidad de satisfacerlas de las políticas públicas en todos esos aspectos.
Cuatro años después de haber iniciado un ajuste, sin duda exitoso desde la perspectiva de los equilibrios presupuestarios, poco o nada se ha hecho para mejorar las políticas e instituciones públicas en clave de mejorar el valor que generan para las ciudadanías y su capacidad de resolver demandas y problemas urgentes.
Sin reformas en esta dirección –efectivas, no simples mecanismos oscuros para concentrar el poder y satisfacer egos vulnerables o recortes también orientados por obsesiones fiscalistas o utopías ideológicas– las frustraciones y las necesidades insatisfechas de la población seguirán pasando facturas costosas en términos económicos y políticos, mucho mayores que la cuenta de pago de intereses que obsesiona a algunos.