Cuando estaba en el colegio, tatuaba a sus compañeros con una aguja y un cordel. Eso fue hace 25 años, en una época en que Alejandro no sabía nada de máquinas ni de tintas, pero sí tenía clara una cosa: lo suyo era tatuar.
Néstor estudió Artes Plásticas en la Universidad de Costa Rica. En el camino, decidió migrar del lienzo a la piel, y ya lleva diez años de tatuar dentro y fuera del país.
Dan no tiene tatuajes visibles. A sus 17 años, un amigo le sugirió comprarse una máquina para tatuar. Había abandonado el colegio y, del salario que ganaba en labores de construcción, ahorraba ¢8.000 por semana hasta que, al cabo de un tiempo, pudo comprarse una.
Hoy, a los 22 años, la construcción quedó atrás y hace tatuajes a tiempo completo.
Las vidas de algunos tatuadores costarricenses tienen muchas diferencias pero un denominador común: la pasión por su arte.
Gracias, ‘conejillos’
No hay ninguna escuela que enseñe a tatuar. Ni siquiera existe en el país una asociación o entidad que agrupe a los tatuadores como gremio. En estas condiciones, ¿cómo se forma alguien en el mundo de los tatuajes?
Los más jóvenes, como Jonathan Herrera, de 27 años, y Dan Cordero, de 22, tuvieron la suerte de aprender con mentores muy experimentados.
“Se aprende observando y practicando”, explica Dan, quien al principio se autotatúo el nombre de sus padres.
Caso similar fue el de Miguel Morice, del estudio Destiny Ink. Él empezó haciéndose tres rayas en su propia pierna para familiarizarse con la sensación de la máquina contra la piel.
A otros, como Alejandro Cole y Luis Bonilla, les tocó aprender de revistas... y de muchos voluntarios. Sin amigos ni familiares con ganas de tatuarse, ninguno habría podido desarrollar sus destrezas.
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Algunos recuerdan su primer tatuaje con algún grado de verguenza. Cuenta Jonathan Herrera que él tatuó a su mejor amigo, aunque con resultados no muy favorables: “Él quería una cadena de moto en el brazo. Se la hice y me quedó como una fila de maníes”, recuerda el tatuador de Studio 13.
Dyalá Ivankovich se apresura a afirmar que “eso” es normal: “El progreso no se va a ver en cuestión de días, ni en meses. Es un asunto de años” dice .
En busca de los buenos
En Costa Rica, tatuadores hay muchos. Basta con recorrer algunos centros comerciales o cantones centrales para encontrar numerosos estudios. De hecho, el 29 y 30 de este mes se realizará la tercera edición de la convención internacional Paradise Tattoo Convention, en la que participarán 27 artistas y estudios nacionales.
Y con la facilidad para conseguir materiales, la cantidad de tatuadores aumenta. Aunque muchos prefieren importar sus materiales desde Estados Unidos y Europa por la variedad en calidad y precio, existen distribuidoras que venden agujas, tintas y máquinas en el mercado nacional.
La pregunta es: en medio de una oferta tan amplia, ¿qué caracteriza a un buen tatuador? Muchos coinciden que la pasión por el arte es lo que hace la diferencia.
“Hay estudios en todo lugar. Y tatuadores muy buenos, regulares y malos. Pero el resultado depende del corazón que se pone en lo que se haga”, reflexiona Alejandro Cole, quien hace 15 años abrió su primer local en San Pedro: Stattoos.
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No obstante, podría ir más allá de la pasión. Algunos subrayan la importancia de tener habilidades en campos como dibujo y diseño, deseablemente, formación artística previa; otros consideran que estas son destrezas útiles, mas no vitales.
“Un tatuaje es como calcar. Para mí, no es tan necesario saber dibujar”, cree Jonathan, aunque él dibuja y diseña los tatuajes que hace.
Néstor González opina justamente lo opuesto: “Una persona que se ponga a tatuar y no sepa dibujar ni diseñar, está perdiendo su tiempo”, sentencia el tatuador del estudio Sailor’s Grave.
La visión del público ha cambiado. Hace unos años, los tatuajes más comunes eran las estrellas, los soles, las hadas y los famosos tatuajes tribales.
“La gente solo quería tatuarse y se hacía lo que fuera; el diseño era secundario”, recuerda Cole. Pero, poco a poco, la gente ha ido migrando hacia diseños más grandes, complejos y más rigurosos.
Probablemente en esto ha tenido su influencia la televisión: programas de cable como Miami Ink y LA Ink, han mostrado a las audiencias tatuajes de mejor calidad, aunque también los han expuesto a concepciones falsas sobre los tatuadores.
“La gente cree hoy que la vida del tatuador es una vida de estrella de rock, pero a la vez ha aprendido que no cualquiera puede hacerle un diseño de calidad”, sostiene Miguel Morice.
“Quienes llevan años en esto aseguran que a ellos les resultó difícil aprender porque no había quien les enseñara. Los que apenas se inician tienen resuelta esa dificultad, pero ahora ya hay quien los juzgue y eso los somete a más presión”, razona Cole.
¿Sangre y dolor?
Uno de los retos de los tatuadores es lidiar directamente con el cliente. Algunos con costos soportan el dolor y otros juran no sentir nada. Lo cierto es que, con cada pinchazo de las agujas. –pueden llegar a ser hasta 14– penetrando entre 1 y 2 milímetros en la dermis, la molestia siempre estará presente.
El grado de dolor dependerá de muchos factores: la zona del cuerpo, el estado de ánimo de la persona y, sobre todo, del umbral de dolor, explica Néstor González.
El sangrado es normal, y depende también del sistema circulatorio de cada individuo. Sin embargo, es vital no tatuarse bajo los efectos del alcohol o drogas; ni siquiera consumirlos el día antes pues la sangre se vuelve más rala y puede provocar sangrado excesivo y mala cicatrización.
El cliente no debe temer una reacción alérgica a las tintas pues en un estudio profesional estas son orgánicas e hipoalergénicas.
Un negocio lucrativo
Cuando abrió su estudio en Cartago, hace siete años, Dyalá Ivankovich veía pasar semanas completas sin un solo cliente. Además, había quienes llegaban y, tan pronto descubrían que la encargada era una mujer, decían “gracias” y se marchaban.
“Todavía hay gente que se sorprende, pero ya mi trabajo ha empezado a hablar por mí”, explica la madre de tres niñas pequeñas.
Al igual que Dyalá, el inicio no es fácil casi para ninguno. Muchos mantuvieron otro trabajo fijo antes de dedicarse 100% a los tatuajes. Sin embargo, en los últimos años eso ha cambiado radicalmente porque el mercado actual es bastante lucrativo.
Una sesión de entre una y dos horas puede costar entre ¢40.000 y ¢80.000. El grueso del cobro radica en la complejidad del diseño, las horas de trabajo y el tatuador, más allá de si es en blanco y negro o a colores .
Un tatuaje de espalda completa, por ejemplo, puede llevar hasta diez sesiones o más en completarse, lo que eleva el costo sustancialmente. Como no cualquier cliente está dispuesto a pagar tales sumas, en el mercado se encuentra de todo, por ejemplo tatuajes en ofertas de 2X1.
Sin duda, la proliferación de tatuadores que hacen el trabajo ‘al por mayor’ resulta un problema para los estudios profesionales. “Quienes acceden tatuarse con alguien que les cobra ¢5.000 ó ¢10.000, ya empezaron mal”, advierte Jonathan.
Al otro lado de la acera están artistas como Luis Bonilla, cuya lista de espera en su estudio en Cartago, es de tres meses. “Prefiero pasar todo el día en un buen tatuaje, que hacer un montón que luego van a terminar arreglándose en otros estudios”.