La Academia Costarricense de la Lengua ha celebrado con júbilo la llegada de nuestra querida amiga y compañera Julieta Pinto, a la noble edad de noventa años. Lo creemos porque es ella quien lo dice. Y, si eso es cierto, constituye el mejor ejemplo de que se puede ser durante toda la vida: joven, bella, inteligente y lúcida.
Se puede vivir cien años sin llegar a ser viejo. La vejez, más que un cúmulo de años, es una actitud mental frente a la vida. Somos viejos cuando perdemos el interés y la capacidad de asombro; cuando no tenemos metas ni inquietudes. Cuando no nos estremece la contemplación de una puesta de sol, el canto de un pájaro, el abrazo con la naturaleza o la sonrisa de un niño. Cuando ya no nos extasiamos frente a la belleza, el arte no nos dice nada y desaparece el impulso creador que nos asemeja a Dios.
Erróneamente se asocia la edad avanzada con decadencia. ¿Por qué no mirarla como la llegada a una cumbre desde la que contemplamos bajo otra perspectiva el camino andado? Adquirimos una visión más sabia y más serena de la existencia. Se nos torna más claro el sentido de la vida y aprendemos a apreciarla como un don maravilloso que nos permitió experimentar esa imponderable aventura de amor, dolor, desengaño, alegría, entrega y solidaridad que es nuestro paso por este mundo. No es sino hasta entonces cuando percibimos en forma vívida la fugacidad de la existencia y adquirimos plena conciencia de nuestro peregrinar hacia la muerte. Pero no para sentirnos derrotados y acabados, sino para apurar con avidez y entusiasmo lo que nos resta del camino.
Obras de madurez. La historia abunda en ejemplos de obras cimeras realizadas por quienes podrían considerarse ubicados ya en la vejez. Goya, a los ochenta y un años, pintó los retratos de “la monja y el monje”, cuya técnica recuerda a la que desarrolló Cezanne cincuenta años más tarde. Franz Hals tenía ochenta y cinco cuando con sus “Regentes” alcanzó la gloria. Miguel Ángel a los ochenta y ocho esculpe esa “Piedad” no terminada del Palacio Rondanini. Sófocles escribió la tragedia “Filoctete” a los noventa, y el Tintoretto a los noventa y cinco concluye su “Descendimiento de la cruz”.
De estas reflexiones resultan innegables el valor y la importancia del trabajo en la edad madura. “La vida es acción”, nos dice Aristóteles, y Cicerón afirma: “El viejo retiene sus facultades si su interés y su aplicación continúan”. Napoleón en Santa Elena, empuñando la pala bajo el sombrero de paja, repetía: “una vida activa para mantenerse vivo”. Un médico argentino relata su encuentro con el doctor Gregorio Marañón, cuando este fue huésped del pabellón argentino de la ciudad universitaria de París. Marañón, exiliado de España, se había visto obligado a abandonar su clínica, su biblioteca y sus absorbentes actividades. Se le veía deprimido y cuando oía a sus colegas elogiar el descanso, los miraba y sonreía. Antes de marcharse dejó en el libro de visitantes estos versos: “Vivir no es solo existir/ sino existir y crear;/ saber gozar y saber sufrir/ y no dormir sin soñar. / Descansar es empezar a morir”.
El trabajo mantiene en la persona de avanzada edad la confianza en sí misma, porque trabajar es sentirse conectado con el mundo, es ser parte del mundo. Constituye el lazo de unión entre el individuo y su grupo social; por eso dice Engels que “es la condición básica de la existencia humana”. Y, por otra parte, la ilusión y el disfrute de la vida no son patrimonio únicamente de la juventud. El “Carpe diem”, al que exhortaba el poeta latino Horacio incitando al joven a disfrutar de la vida en tanto que posee belleza y lozanía, es válido también para la edad dorada. Darío en el “Poema de otoño” dice:
“Tú que estás la barba en la mano/ meditabundo/ ¿has dejado pasar hermano/ la flor del mundo? ¿Te lamentas de los ayeres/con quejas vanas?/!aún hay promesas de placeres / en los mañanas! Aún puedes casar la olorosa/ rosa y el lis/ y hay mirtos para tu orgullosa/ cabeza gris./ ¡Cojamos la flor del instante/ la melodía/ de la mágica alondra cante/ la miel del día! Amor a su fiesta convida/ y nos corona./ Todos tenemos en la vida/ nuestra Verona/ Gozad de la tierra, que un/ bien cierto encierra/ gozad porque no estáis aún/ bajo la tierra./ En nosotros la vida vierte/ fuerza y calor/ ¡Vamos al reino de la muerte/ por el camino del amor!”.
Para Julieta, mil felicidades junto con nuestro deseo de que viva muchos, pero muchos, años más tan plenos, fructíferos y luminosos como estos noventa que ha vivido.