En febrero, la Sala Constitucional acogió parcialmente una acción de inconstitucionalidad contra el art. 34 del Reglamento a la Ley de Carrera Docente y otras disposiciones relacionadas.
La norma establecía que, para la selección del personal dedicado a la educación religiosa en los centros docentes públicos, los interesados debían contar con un visto bueno o “missio canonica”, otorgado previa y exclusivamente por la Conferencia Episcopal de la Iglesia Católica.
Los demandantes consideraban infringidos los principios de igualdad y dignidad, libertad de enseñanza, libertad religiosa, libertad de cátedra y las atribuciones constitucionales de las instituciones de educación superior universitaria; el derecho al trabajo, la reserva legal en materia de regulación de derechos fundamentales, la razonabilidad y proporcionalidad y, finalmente, diversas normas propias del derecho internacional de los derechos humanos relativas a la discriminación en materia de empleo.
En realidad, la denuncia no era cosa nueva. En 1994, el Comité de Derechos Humanos de la ONU ya se había pronunciado pidiendo al Estado “[adoptar] medidas para asegurar que no haya discriminación en el ejercicio del derecho de la Educación Religiosa, particularmente con respecto al acceso a las enseñanzas religiosas distintas del catolicismo. Las prácticas actuales que someten la selección de instructores religiosos a la autorización de la Conferencia Episcopal nacional no están de conformidad con el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos”.
A la fecha no se conoce la redacción integral del fallo de la Sala, por lo que sería prematuro tratar de profundizar en sus motivos y efectos. Aun así, es posible ofrecer para el debate algunas ideas en torno a una educación religiosa que esté en armonía con los compromisos jurídicos y morales del país en materia de derechos humanos. Fenómeno complejo. Parto de que el fenómeno religioso es objeto de estudio importante y meritorio. Es un elemento clave para comprender la historia de los pueblos y representa además un factor de influencia en multitud de campos del quehacer humano (arquitectura, música, derecho, etc.). La riqueza del aporte de las distintas religiones del mundo es incuestionable y la educación y cultura de una persona se verían seriamente empobrecidas si no incorporaran al menos algunas generalidades sobre estos aspectos.
En el presente, gran cantidad de dilemas y conflictos que observamos a diario en el mundo están marcados por el signo de lo religioso y no pueden ser entendidos sin tener en cuenta dicha variable. Además, infinidad de personas invocan motivos de religión para justificar actos que van de la más sublime nobleza a la más pura maldad. De modo que el examen más abierto e imparcial posible del hecho religioso, así como el debate libre en torno a él, están sobradamente justificados.
Segundo, los mismos convenios internacionales que mencioné establecen, de modo indudable (se comparta o no), el derecho que tienen los padres a dar a sus hijos una educación religiosa acorde con sus creencias. La cuestión radica en que hay quienes creen que ello se traduce en un derecho de carácter prestacional, a cargo del Estado, lo que a mi juicio es incorrecto. Que exista un derecho a la propiedad privada, por ejemplo, no implica que el Estado tenga la obligación de dar propiedades a todos.
Entonces, el derecho de los padres a procurar una educación religiosa para sus hijos solo conlleva, de parte del Estado, el deber de garantizar que pueda ser ejercido sin interferencia o estorbo de otros, pero no a brindar la formación y, mucho menos, a brindarla de un credo en particular. El art. 75 de la Constitución , con todo y sus peros, manda no impedir el libre ejercicio de otros cultos distintos al católico.
Que los estudiantes de los centros educativos estatales reciban solo lecciones de religión católica representa una práctica “monopolística” si se quiere, que dificulta el ejercicio de otros credos e infringe el derecho –igualmente indudable– de los padres que prefieran que sus hijos no reciban ninguna clase de educación religiosa.
Tercero, es claro que la necesidad de que escuelas y colegios públicos no inculquen un credo religioso en particular –como manifestación también del principio democrático de separación de Estado y religión– no presenta impedimento para que instituciones privadas ofrezcan la instrucción religiosa que quieran (aunque es obvio que optar por un esquema exclusivista –del signo que sea– perjudica la educación de sus alumnos, al darles una formación incompleta).
Así pues, el quid del diseño de un currículum de enseñanza religiosa para el sistema educativo público es tener clara la diferencia entre dar clases de religión y dar clases sobre religión. Al Estado incumbe ofrecer una instrucción plena, que sea respetuosa del derecho de los educandos a recibir una educación de calidad y que fomente en ellos y ellas un pensamiento libre y crítico, en vez de deformarlos con una visión parcial (y parcializada) de un fenómeno tan amplio y rico como el religioso. Y, por su parte, el derecho de los padres a la formación de sus hijos en un credo en particular debe ejercitarse libremente en el seno de la familia, de las organizaciones religiosas y de la educación privada.