Cuando se le pregunta por qué se hizo guardaparques, Carlos Castrillo solo atina a decir: “Me gustaba la naturaleza”.
Tenía 21 años y se dedicaba a trabajar en agricultura al lado de su papá. Era 1972.
Sabiendo que eso le gustaba, un vecino pensó en él cuando escuchó por radio que buscaban personal en Cabo Blanco: una reserva cerca de Malpaís, península de Nicoya.
Así fue como conoció a Nicolás Wessberg, fundador de la reserva. Junto a este sueco Castrillo caminó por los trillos y senderos; así aprendió sobre el bosque al que dedicaría gran parte de su vida.
En aquellos tiempos, el teléfono público más cercano estaba en Cóbano, a dos horas y media a caballo. Las instalaciones de la reserva se reducían a un rancho de paja y una cocina de tres piedras dispuestas sobre el suelo.
La verdad, eso era secundario. Castrillo compartía la convicción que tenía Wessberg sobre la importancia de proteger el bosque.
Sus esfuerzos no fueron en vano. En 1974, Cabo Blanco fue declarada área de protección absoluta. Por esta razón, y tras la muerte de Wessberg en 1975, Castrillo estuvo solo por años.
Entre sus funciones, el guardaparques fue enlace entre la reserva y los vecinos. “Nadie sabía que era un parque nacional”, contó. Se dedicó a conversar con la gente y, años más tarde, le dieron la razón. “Siempre he creído en la educación ambiental como arma de conservación”, resaltó.
Incluso, fue visionario respecto a cuidar también el área marina. En 1982 se declaró un kilómetro de protección “desde la bajamar hacia el fondo”, explicó.
En estos más de 30 años, los problemas también son otros. Si antes tenía que lidiar con la pesca artesanal, hoy es la pesca en gran escala y deportiva.
Este año, Castrillo, el primer guardaparques que tuvo Costa Rica, se pensiona tras 38 años de labor. “Salgo con muchas cosas que me hubiera gustado hacer en el área, pero no pude por falta de dinero”, lamenta.
De haber tenido los recursos, él habría impulsado un programa para mejorar el manejo de basura y un tallercito para reparaciones y mantenimiento.
Eso sí –y aquí sale de nuevo el muchacho de 21 años que un día quiso ser guardaparques y aún mantiene intacta esa mística–, “me gustaría ver a Cabo Blanco lleno de personas trabajando por gusto, con seriedad y respeto”.