Cuando niño, en Alajuela, recuerdo haber asistido una vez al circo de los Hermanos Suárez, la carpa fue ubicada en un predio contiguo al Estadio Alejandro Morera Soto, donde hoy está un Maxi Palí. No fue una buena experiencia para mí. Exhibieron a unos hermanos siameses que, en medio de un obsceno y generalizado bisbiseo de asombro en la tribuna, intentaban acompasar lastimeramente su paso a cuatro piernas hacia el centro de la arena. También, recuerdo un elefante, encadenado de una de sus patas al suelo. Su mirada era profundamente triste y, a partir de aquel momento, siempre que miro a un elefante, así sea en los documentales de Nat Geo o, como en este caso, en la portada del nuevo libro de Luis Thenon, vuelve a mi mente el ojo mustio de aquel elefante y me embarga cierto pesar. Abominé de lo circense y todo lo referente a ello lo relaciono inmediatamente con Freaks (Fenómenos, aquella sórdida película de 1932) y el elefante se convirtió para mí en eso que uno da por llamar “mi animal favorito”.
A los elefantes se les atribuye el hecho de poseer una memoria notable, para su dicha, o desgracia, pues la memoria es una caja de pandora, encierra cosas buenas y malas que a cada nada salen a flote, así que el ojo de pestañitas azules de este paquidermo, en la portada, personaje del circo en el que discurre la acción de los cuentos, habrá visto también algunos horrores: la memoria y el horror, dada la alegoría en que se sustentan los textos, son ineludibles componentes del libro Cuentos mínimos para una sola historia.
Si me detengo en estos detalles de la portada es porque quisiera, antes de pasar al contenido de sus páginas, sugerir el modo con el cual Cuentos mínimos debería leerse. Así como hay libros concebidos para ser leídos de un tirón, “engullidos”, y que no nos exigen, digamos, hacer un esfuerzo especial más que pasar una página tras otra, por su lenguaje y carga simbólica el libro de Thenon es uno para disfrutarse en actitud escrutadora: ir recalando en cada imagen hasta agotar la posibilidad de sus diversos significados.
En cualquier caso, un libro, además de ser el medio, el soporte de la escritura, es en sí objeto artístico que, cuando se hace bien, tiene mucho para decir. Reparar en esto: el predominante azul de la portada, en contraste con el recuadro amarillo en que se inscribe el nombre de la colección, evoca los colores de la bandera que hoy abriga al grueso del ultraconservadurismo religioso costarricense. Ya sea que este detalle fuese adrede o no, sirve para demostrar que la suma de estos dos colores, que pocos años atrás no significaban nada en nuestra psique, hoy es una realidad que nos fuerza a repasar la historia, la nuestra y de toda América Latina: vislumbrarnos en ese doloroso espejo a manera de acto de expiación de nuestros yerros como sociedad.
Un breve repaso por la memoria latinoamericana alcanza para vislumbrar la estrecha relación entre el confesionalismo cristiano y el asentamiento de dolorosos regímenes en su historia. Thenon jamás ha dudado en expresar su posición política y, en el caso de Cuentos mínimos para una sola historia, lo hace de un modo particular.
El libro se compone de siete cuentos y un epílogo que, narrados episódicamente, podrían leerse de principio a fin como si fuese una nouvelle. El autor plasma, en el título, esa solución de “continuidad histórica”, metáfora de que, en Latinoamérica, cada país posee su propia versión, su propio “cuento” de la misma historia tantas veces repetida en esta parte del mundo. “Creo que ya la he oído, tengo la impresión de que esta historia me la contaron mil veces”, se lee en el cuento Un largo final de fiesta, perteneciente al libro.
El autor nos propone una lectura política desde la fantasía. Hace una fábula. Así, a la manera en que George Orwell nos aleccionara sobre revolución rusa, proletariado y estalinismo con los animales de una granja, Luis Thenon, basándose en la campaña electoral tica de 2018, crea un mundo, instala un circo y con sus moradores, trapecistas, payasos, titiriteros y domadores de tigres, urde una alegoría del juego de poder, intolerancia y sometimiento ideológico.
¿Por qué un circo? Es una referencia a aquellos primeros “cultos”, de hace años, los cuales antes de su consolidación definitiva solían instaurarse en carpas. ¿Por qué este circo se establece junto al mar?: tal vez en alusión a que es en las provincias litorales donde el adoctrinamiento es más evidente, favorecido por el abandono que su gente ha padecido a lo largo de muchos gobiernos. También el mar tiene una gran carga simbólica, evoca lo primitivo, el punto de origen del ancestro común, mucho antes de que existiesen los dioses: “Tengo ganas de correr hacia el centro del mar y dejar que las olas me lleven como un desperdicio a la deriva”, leemos en Hoy es día de fiesta en la ciudad, el primer cuento.
El mar personifica la naturaleza, lo indómito en contraposición a la artimaña civilizatoria y su inherente imposición ideológica: “La arena de los circos es la que veo en este páramo donde el límite de los pasos y el mar se juntan en una misma trayectoria cambiante”, nos dice, de nuevo en el primer cuento, el narrador, cuya voz está cargada de metáforas, en ella se percibe cierto dejo de melancolía o desilusión, como si intuyera la catástrofe, el apocalipsis en cámara lenta, como decía Susan Sontag. Al transmitirnos las vicisitudes de los protagonistas, cuyas vidas súbitamente se ven trastocadas por el personaje de un infame predicador quien de un día para otro irrumpe en la carpa y se gana las mentes de los asistentes al circo, la voz del narrador parece irse sumiendo más y más en un triste déjà vú.
Una gran carga surrealista dota al lenguaje de una fuerza evocadora casi mística. Por momentos, el lector deberá descifrar significados y tramas en los entresijos de la historia. Todo libro está, a su manera, escrito en modo de clave, pues un texto es siempre una metáfora de la realidad circundante. Además, no pasemos por alto que el fenómeno político que inspira a la obra tiene un fuerte sustento metafísico, habiendo sido difundido desde púlpitos y a través de lenguas inescrutables e inauditas.
Pido al lector volver al principio, un detalle más: esa piel del elefante azul, trazada por hondos surcos. Hace un tiempo Ángela Merkel intentó halagar a Mariano Rajoy diciéndole: “Tienes la piel de elefante”, refiriéndose, probablemente, a su fortaleza ante la adversidad; sin embargo, la piel de los elefantes no es particularmente gruesa ni resistente, a excepción de su lomo y por eso estos animales se procuran abundantes baños de barro y, sus crías, suelen caminar bajo la sombra de su madre. Aunque no lo parezca, la piel que allí se observa es tan sensible como la nuestra. En esto de “ponerse en la piel del otro”, fracasaremos si nos dejamos llevar por las meras apariencias.
Frente a lo que viene, me parece oportuno compartir una frase, simple pero muy acertada, de un ensayo de Haruki Murakami: “Una sociedad que permita libremente la discrepancia, avanzará, lento, sí, pero nunca se estancará. Lo importante es no retroceder”.