Al momento de escribir esto, Donald Trump había recibido unos 75,1 millones de votos en la elección presidencial de Estados Unidos y Kamala Harris unos 71,8 millones. Las cifras seguirán subiendo a medida que se contaban los votos en ausencia y por correo, pero el recuento final para Trump será apenas un poco más de los 74,2 millones de votos que obtuvo en el 2020.
En el caso de Harris, en cambio, veremos una caída desastrosa desde los 81,2 millones de votos que recibió Joe Biden, y esto a pesar de que en esta elección la cantidad de personas con derecho a votar creció en cuatro millones.
Es decir que Trump casi no obtuvo nuevos apoyos en los cuatro años de su campaña por la redención. Si el padrón de votantes fuera el mismo, hasta podríamos decir que lo único que logró fue que quienes lo apoyaron en el 2020 volvieran a votar por él.
En realidad, en ese lapso murieron unos 13 millones de personas (en su mayoría habilitadas para votar) y adquirieron derecho al voto unos 17 millones, es decir, que a grandes rasgos, Trump reemplazó cada votante perdido con otro, mientras que a los demócratas la menor participación electoral de este año les costó casi 10 millones de votos.
Estos números plantean serias dudas sobre las explicaciones del resultado centradas en la situación económica, y aún más sobre la efectividad de la publicidad y de las campañas para alentar el voto. Aunque la publicidad, los mitines y el activismo se concentraron en los estados pendulares, los resultados allí fueron similares a los del resto del país, incluidos los de estados como Massachusetts y Texas, cuyo resultado nunca estuvo en duda.
Los mayores aumentos proporcionales para Trump fueron en Nueva York, Nueva Jersey, Florida y California. De nada sirvieron las millonadas que los demócratas gastaron en la campaña. Hace cuatro años, Biden obtuvo mejores resultados hablando a los votantes desde su casa.
Lo sucedido también resta valor a los análisis basados en el votante estadounidense. El racismo, el sexismo, el malestar económico, la migración o los derechos reproductivos (el tema en el que los demócratas habían puesto sus esperanzas este año) existen. Pero no parece que hayan afectado los resultados más (o menos) que en años pasados.
Los que fueron a votar al parecer votaron igual que la última vez. Siempre hay algunos votantes pendulares, pero los periodistas los buscan por la misma razón por la que antes los antropólogos buscaban a los caníbales: porque son escasos.
La verdadera explicación es esta: uno de los bandos votó con toda su fuerza, el otro no.
Sobre los motivos ideológicos de los que no votaron, no hay datos confiables. Pero las encuestas en boca de urna indican que el cambio en la distribución de los votantes fue mayor en los niveles de ingresos más bajos; en la franja de los que ganan menos de 50.000 dólares al año, a Biden le fue mejor que a Harris. Entre los hispanos, sobre todo los votantes de ingresos relativamente bajos residentes a lo largo de la frontera de Texas (en condados muy pequeños, por cierto), el vuelco hacia Trump fue tremendo.
Una vez descartado lo improbable, quedan al menos tres conjeturas razonables. La primera tiene que ver con las condiciones de votación. En el 2020 la pandemia llevó a que votar fuera más accesible que nunca. Millones de personas se pronunciaron a través de la votación anticipada, el voto por correo, centros de votación al paso para automovilistas, sistemas de votación las 24 horas y otros métodos fáciles de usar, y la participación (como proporción de los votantes habilitados) fue la más alta desde 1900 (mucho antes de la era de los derechos civiles y dos décadas antes del sufragio femenino).
En el 2024, algunos de estos métodos (aunque no todos) ya no existían (tras haberse reducido en el 2022). En Estados Unidos el mecanismo de votación se suele usar para influir en el resultado: filas largas en las urnas desalientan la participación, sobre todo entre los trabajadores que no disponen de mucho tiempo.
Una segunda explicación razonable tiene que ver con el registro de los votantes. Los estudiantes y los ciudadanos de bajos ingresos pertenecientes a minorías se mudan más a menudo, y por lo general se tienen que volver a registrar cada vez que cambian de domicilio, una carga que probablemente recae más sobre los demócratas.
La tercera hipótesis se basa en las viejas divisiones dentro del Partido Demócrata, que es entre un 70 % y un 80 % centrista y entre un 20 % y un 30 % de “izquierda”, pero donde la mayoría centrista tiene control total. Ha sido así desde la derrota de George McGovern en 1972, pero ahora el control incluye la selección de candidatos al Congreso y la financiación del partido nacional para las campañas federales.
Los Clinton y los Obama son los líderes de facto actuales de la facción centrista, y Biden y Harris fueron sus designados. Bernie Sanders representó a la izquierda en el 2016 y el 2020, pero apoyó a Biden a cambio de concesiones programáticas.
En el 2024 no hubo una izquierda demócrata, porque no hubo una primaria real ni una contienda de ningún tipo, solo un cambio de candidato a última hora y a puertas cerradas. Algunos remanentes de la izquierda (Robert F. Kennedy jr., que no pudo competir en las primarias demócratas, y Tulsi Gabbard) se pasaron al bando de Trump. La única izquierda del 2024 fue un movimiento llamado Palestina, sin lugar en ninguno de los dos partidos.
El liderazgo demócrata diseñó esta situación; de modo que será lo que desea. Gane o pierda, sigue controlando un vasto aparato subterráneo de consultores, encuestadores, grupos de presión, recaudadores, puestos clave en el Congreso.
Cualquier concesión a nuevas fuerzas dentro del partido debilitaría ese control (a diferencia de perder frente a los republicanos). El liderazgo demócrata prefiere perder una o dos elecciones (incluso convertirse en minoría permanente) antes que abrir el partido a gente que no puede controlar.
De modo que la elección del 2024 fue un suicidio. El liderazgo demócrata fue, en el mejor de los casos, indiferente a la pérdida del acceso al voto, negligente en la retención de los votantes nuevos del 2020 y proactivo en lograr la abstención de lo poco que queda de su ala “izquierda”.
Intentó encubrirlo, como de costumbre, con apoyo de los famosos y políticas identitarias. Como de costumbre, no funcionó. Pero la próxima vez, los mandarines del partido y sus apparátchiks seguirán en sus puestos, listos para volver a intentarlo.
James K. Galbraith, catedrático de Relaciones entre el Gobierno y la Empresa y profesor de Gobierno en la Universidad de Texas en Austin, es coautor (con Jing Chen) de Entropy Economics: The Living Basis of Value and Production (que será publicado en el 2025 por University of Chicago Press).
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