Vivimos en un mundo agitado. Hemos aprendido a trabajar inmersos en el ruido y el tumulto. La constante actividad parece representarnos o definirnos. Nos da un cierto aire de importancia y suficiencia. Centrados en la acción y en el hacer, los días se tornan cada vez más intensos y cortos, y la prisa nos impide ver el contorno de las cosas, quizás también su significado.
En la antigua Grecia, la palabra fue siempre la base de la comunicación y de la cultura. En el mundo oriental, lo fue el silencio y la contemplación.
Los asuntos verdaderamente importantes ocurren en silencio: el origen y el término de la vida acontecen silenciosamente; la sangre que recorre nuestras venas o el crecimiento de las plantas se producen en la quietud; el pensamiento y la reflexión son silentes.
Pocas cosas nos transforman tanto como la ausencia de ruido. Dejar que el silencio habite en nosotros requiere una gran fuerza interior frente a las constantes demandas y distracciones cotidianas.
El silencio es el lenguaje olvidado, desconocido o confundido tantas veces. En el silencio no hay ausencia, sino presencia. Que lo diga una mirada o una sonrisa, que lo diga una caricia, dos grandes amigas de la tranquilidad. Quien dialoga con el silencio comprende muchas cosas. Tanto alboroto nos adormece y nos aleja de nosotros mismos, de un importante diálogo interior.
Los bienes materiales no admiran ni se asombran. Las personas sí. No obstante, para contemplar la vida es preciso hacer una pausa y detenernos. El detalle no es algo irrelevante. Tampoco lo son los matices.
En el silencio también vemos con los ojos cerrados, escuchamos infinidad de sonidos, sentimos la belleza y experimentamos una gran libertad.
El silencio facilita un encuentro personal. Necesitamos detener esas continuas búsquedas exteriores. No todo gravita en el mundo físico, ya que existe un mundo interior y una ruta espiritual en nuestra naturaleza que estamos llamados a descubrir. Una felicidad inesperada que quizás hay que despertar y renovar. Recordemos que cada instante es un don, un regalo que nos brinda la vida.
Frente a la civilización del ruido, la disputa y el aturdimiento, debemos reivindicar la cultura del silencio. Buscar una estancia en nuestro hogar o en nuestra intimidad para cultivarlo. Rodearnos de lugares donde este acampe, como el mar o el bosque en las verdes montañas.
El recogimiento, la serenidad y el sosiego son otra filosofía de vida; otra forma de vivirla. Se dice que morimos cuando las cosas dejan de decirnos algo. Apaguemos las alarmas, los celulares y las pantallas, y recordemos aquella frase que decía un poeta francés: “Los pensamientos son pájaros que cantan solo cuando están en el árbol del silencio”. Invitemos a este amable huésped a nuestras vidas, a nuestra casa. La presencia del lenguaje del silencio es bella.
Helena Fonseca Ospina es administradora de Negocios.