Una de las mujeres a las que visitaba regularmente durante algunos meses en un hogar de ancianos público me contó que sus hijos —todos con sus propias familias— la llevaban ahí durante el día por temor a que se sintiera sola en su propia casa o sufriera un accidente cuando no hubiera nadie para auxiliarla.
Cuando llegaba a verla, lo que hacíamos era conversar. Me narraba acontecimientos que la marcaron, para bien y para mal, compartía conmigo qué pensaba sobre algunos temas y respondía pacientemente mis preguntas y comentarios.
Mi vínculo con ella, una desconocida que me “eligió” el primer día que pasé por aquella institución, desembocó en un afecto entrañable y sincero que aún conservo. Recuerdo su voz, sus cabellos crespos y su caminar elegante y apresurado, además de su mirada directa y rápida, pero, sobre todo, su existencia, lo que hizo y lo que le hicieron en el tránsito de su vida.
Hará unas pocas semanas, un directivo de otro de estos hogares me relató que en enero decidieron saltarse los pasos administrativos de admisión y tomar de la mano a un anciano, subirlo a la buseta y darle entrada inmediata, en vista de las condiciones aterradoras en que vivía.
Debido a mi pavor por recordar y escribir sobre ese acontecimiento, no lo haré; sin embargo, les advierto de que daría cuenta de lo horripilante que es capaz de ser la humanidad si se juzga por la manera como se arrincona a los mayores, en general, en nuestro país.
Es cierto que mucha gente, durante su ancianidad, lleva una vida intensa, rodeada de ocupaciones y afecto, pero, como se ve, mi interés es hablar sobre quienes no gozan de tales derechos.
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Muestras de irrespeto
Somos un país donde se trata con desprecio, prejuicio, mala educación y agresividad a las personas ancianas. Se las somete a la desprotección económica y también afectiva. La indiferencia, la infantilización, la agresión física y el abandono nos dibujan como una sociedad ruinosa.
Igual que otras, la nuestra es una cultura que se aferra a toda señal asociada a la juventud y ve con prejuicio el pasar de los años, al punto que si una persona mayor olvida algo, se cae o reacciona con vehemencia durante una conversación, se interpreta poco más que como “chocheras de la edad”.
No estoy negando el deterioro que sufren el cuerpo y la mente con el tiempo —aunque nunca se debe generalizar—; no obstante, atribuirlo absolutamente todo a la edad es no solo cruel, sino también poco inteligente.
Frente al desecho, nos topamos con una actitud aparentemente opuesta: el mito de que son seres venerables, prodigios de sabiduría y expendedores infinitos de ternura hacia sus nietos.
Ni lo uno ni lo otro, y como ya no estamos en los años sesenta, cuando la sociología de Elaine Cumming planteó la teoría de la desvinculación de quienes fueran envejeciendo con respecto a su papel social, tenemos que hablar con honestidad sobre qué debemos hacer.
La existencia de los llamados establecimientos de atención integral a las personas adultas mayores, financiados en gran medida por la Junta de Protección Social, son uno de los maravillosos productos de nuestro Estado social que da cobijo a gente que de otra forma no tendrían nada.
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Representación de la senectud
Pero los centros no alcanzan ni siquiera para empezar a remediar el estado lamentable de tristeza —a causa de la soledad y el abandono— en que viven, dado que, según me dijo con pesar el mismo directivo, la mayoría no recibe visitas de sus familiares.
En la discusión, tenemos que incluir, entre otros factores, el envejecimiento de la población y su longevidad, el empobrecimiento de las familias, el ritmo acelerado al que nos someten las múltiples ocupaciones y el agotamiento de las mujeres.
Parece que quedan cada vez menos personas para acompañar. Por un lado, las mujeres experimentan un cansancio extremo debido a que, con la pandemia, se vieron obligadas a hacerse cargo de unos y otras durante una mayor cantidad de horas, como lo demuestran investigaciones que he citado anteriormente, mientras los hombres aún no asumen, como colectivo, su responsabilidad social de cuidar en igualdad.
Asimismo, tengo que decirlo, existe una dificultad de la que nos cuesta hablar. Muchas de las personas que deberían acompañar a sus ancianos fueron duramente maltratadas por ellos en su infancia y arrastran un desafecto y un resentimiento que impide o llena de tensiones y ataques la relación.
Sumado a lo anterior, la representación sobre la vejez se vuelve parte del problema. Las medidas tomadas por el Estado no han logrado variar la forma como se ve y trata, culturalmente hablando, a esta población, pues las acciones se han reducido a una visión folclórica y con frecuencia irrespetuosa.
En el imaginario común, ponerlos a bailar, “bromear” diciendo que tienen novio, encontrarlos graciosos, hablarles con malicia y burla es visto como una manera aceptable de trato.
Sea que vivan en su casa, la de su familia o en un lugar de acogida pública o privada, el desprecio por los años y la ausencia de cariño no se resuelven por sí mismos.
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Sentarse a conversar
¡Claro que deben contar con un lugar donde todas sus necesidades físicas estén ampliamente cubiertas! Pero también merecen un sitio donde reciban gentileza suficiente y respeto a su dignidad.
No son pocas las afligidas, pero no porque estén en un hogar de ancianos, sino por la dejadez radical de su familia. Si una familia no quiere o no sabe cómo integrar a sus seres en la senectud, el Estado y la sociedad deberían actuar, pues nos asiste el deber de revisar el tipo de relación que les damos y cómo les hemos arrebatado, por ejemplo, el protagonismo y su libertad de acción.
No es posible, por ejemplo, que se desoiga el conocimiento y la experiencia de quienes se pensionan y se desaproveche su participación en iniciativas que serían un impulso para nuestro desarrollo. ¡Cuántas personas pensionadas serían invaluables como voluntarias en grupos de análisis y propuestas de acción para enfrentar los problemas nacionales!
Así, los que encabezan en este momento la Administración Pública tienen también la oportunidad de aprovechar las aportaciones que esta población puede ofrecerles.
Ni el desprecio ni la glorificación; tener 80 o 90 años no vuelve a nadie ni loco insoportable ni sabio, pues la edad, en sí misma, no es causa de ninguna calidad. Se trata de algo más básico: son personas comunes y corrientes a quienes deberíamos tratar con la misma cortesía que a los demás. No esperar más de su comportamiento, pero tampoco menos.
No está en nuestras manos individuales evitar que una familia colme de terror la vida de una anciana —excepto si nos enteramos y denunciamos, como es obligatorio—, pero sí está en ustedes y en mí el enorme poder de acabar con su soledad. Basta con sacar un rato para visitar algún albergue y sentarse a conversar.
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.
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Las medidas tomadas por el Estado no han logrado variar la forma como se ve y trata, culturalmente hablando, a los ancianos, pues las acciones se han reducido a una visión folclórica y con frecuencia irrespetuosa. (Shutterstock)