En nuestro entorno abundan ejemplos nefastos de qué pasa cuando la justicia se convierte en moneda de cambio o, directamente, se le secuestra para estar al servicio de ciertos intereses. Para que la democracia funcione, se necesitan votos, sí, pero también controles, y esa poco grata tarea, entre otros, le corresponde ejercerla a la judicatura y al Ministerio Público.
El Índice de Estado de derecho, realizado por el World Justice Project, es una iniciativa que puntúa a los países según varios indicadores —límites al poder gubernamental, calidad de la justicia, derechos fundamentales, etcétera—. De entre 142 países evaluados en 2024, solo Uruguay y Costa Rica, en América Latina, aparecen entre los 30 países mejor calificados. En las últimas posiciones, hay siete países de la región: El Salvador, Guatemala, México, Honduras, Bolivia, Nicaragua y Venezuela.
Nuestro Poder Judicial tiene enormes desafíos; muchos viejos –como la mora o la concentración de funciones administrativas en la magistratura– y otros más contextuales –como el impacto de algunas reformas legales, aprobadas en el cuatrienio anterior, en las condiciones laborales de sus trabajadores y, por supuesto, el aumento del crimen organizado—.
Las tareas pendientes, sin embargo, no son excluyentes de otra preocupación por el riesgo que supone que haya actores, algunos del más alto nivel, empeñados en cuestionar no el quehacer ni las oportunidades de mejora de un entramado institucional, sino su propia existencia.
Hace unos meses, un informe de la ONU sobre Guatemala expresaba hondas preocupaciones por el desmantelamiento sistemático del Poder Judicial, lo que ha impedido que quienes ostentan poder político o económico respondan por la presunta comisión de delitos muy graves. Lo mismo podría decirse de Nicaragua, cuyo control del Poder Judicial ha facilitado al tándem Ortega-Murillo atornillarse al poder por casi dos décadas.
Es la misma estrategia seguida en El Salvador. Bukele logró hacerse con la justicia, lo cual, en un país con la historia de masacres, desapariciones forzadas y gravísimas violaciones a los derechos humanos, es una tragedia. En 2021, un nuevo congreso controlado por el oficialismo destituyó a los cinco magistrados del tribunal constitucional, removió al fiscal general de la República y, en el propio acto, fueron escogidos sus sustitutos.
Todo ello no parecería problemático sino porque se ejecutó en abierta violación a los procedimientos establecidos por la propia Constitución. La guinda del pastel fue una reforma a la carrera judicial que debilitó las condiciones de permanencia en el puesto de jueces y fiscales, y la independencia para controlar el poder político. La prensa ha documentado hechos puntuales contra funcionarios judiciales que, luego de haber dictado resoluciones públicamente repudiadas por Bukele, fueron degradados o trasladados a municipios en el interior del país. A los autócratas no les gusta que les digan que no; por eso la justicia independiente les estorba tanto.
Costa Rica tiene el mérito, a pesar de estar situada en un barrio tan complejo, de haber construido un Estado de derecho fuerte; imperfecto –y mucho–, pero con una solidez que en el entorno regional es una excentricidad. Esa excentricidad, en buena medida, explica por qué, hasta hace muy poco, nuestras condiciones han sido superiores a las de otros países y por qué hemos funcionado como una democracia sin delirios mesiánicos.
Como cualquier sociedad, habrá muchísimas divergencias, pero hay un núcleo común que debería trascenderlas. Que el Poder Judicial tiene que ser independiente debería formar parte de aquello en lo que todos podemos estar de acuerdo. Ser independiente también implica no dejarse amedrentar por quienes atacan esperando que no haya respuesta y se aprovechan de unas formas históricamente admitidas de prudencia y autocontención para diseminar toda clase de mentiras.
En una época de extrema superficialidad y de permanente tergiversación de la verdad, es delirante que la aspiración, a partir de distorsionar la realidad, sea atacar lo que para Costa Rica ha supuesto una de sus fortalezas o copiar modelos con un trasfondo claramente antidemocrático y unas fuertes pulsiones autoritarias. Como advertía el presidente de la Corte Suprema de Estados Unidos —un juez conservador nominado por George Bush—, a propósito de los exabruptos del presidente Donald Trump, hace unos pocos días, convertir las decisiones judiciales en una batalla personal que exhibe a jueces o fiscales es declararle la guerra al Estado de derecho. Porque esto, en definitiva, no va de una cuestión ideológica sino de ser demócrata o no.
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Marco Feoli es profesor en el Instituto de Estudios Latinoamericanos de la UNA.
