El pasado domingo, un grave incidente diplomático puso en vilo al hemisferio. Se originó cuando el presidente de Colombia, Gustavo Petro, ordenó impedir el aterrizaje de dos aviones militares estadounidenses que transportaban migrantes repatriados, en lo que consideró condiciones humillantes. De inmediato se desató una guerra verbal en redes sociales con su colega Donald Trump, quien muy pronto anunció la imposición de aranceles del 25% a las exportaciones colombianas y el impedimento de ingreso al país de sus autoridades. Petro respondió de igual manera.
En menos de 24 horas, gracias a la mediación de funcionarios y empresarios en ambos países, la situación se resolvió. Colombia aceptó recibir a esos migrantes, pero envió sus propios aviones para transportarlos. Ambos presidentes proclamaron su victoria. Quién “ganó”, sin embargo, es algo marginal frente a lo que está de por medio: un posible cambio, profundo y negativo, de las relaciones de Estados Unidos con los países de América Latina y el Caribe; también, sin duda, con el resto del mundo.
En el caso relatado, el detonante lo causó la proclamada política de expulsiones masivas de migrantes hacia sus países de origen, que, en su gran mayoría –salvo India–son del hemisferio. Si se aplica como ha sido anunciada, tendrá un grave impacto. En primer lugar, y por razones obvias, será humanitario, pero también socioeconómico, tanto por la dificultad para reincorporarlos a los países de origen, como por la posible reducción de las remesas que envían a sus familiares en ellos.
Hasta ahora, la acción no ha sido masiva, y en general ha afectado a personas recientemente capturadas al cruzar irregularmente por la frontera con México. De hecho, tanto este país, como Brasil, Guatemala, Honduras y Nicaragua, ya han recibido algunos grupos, pero han reaccionado de forma más discreta, aunque no complaciente. Todo indica que la migración será un frente de tensión que, lejos de reducirse, aumentará, sobre todo si se producen redadas y expulsiones masivas, y si, como ha amenazado Trump, la base naval de Guantánamo, en Cuba, se convierte en un centro de detención.
El episodio del domingo también puso de manifiesto, con crudeza, la determinación del nuevo ocupante de la Casa Blanca de utilizar la imposición de aranceles no solo como arma de una política comercial proteccionista, sino también como fuente de presión política, para tratar de obtener concesiones que van más allá del intercambio de bienes y servicios. Si la primera dimensión es alarmante y fuente de enorme incertidumbre, la segunda genera mayor inquietud, sobre todo por la enorme asimetría que existe entre el poder económico de Estados Unidos y la mayoría de los países latinoamericanos. Pensemos, por ejemplo, cómo podría utilizarla Trump para presionar a Panamá sobre el Canal.
A los dos anteriores temas se une otro que, aunque pareciera coyuntural, también es revelador de una actitud prepotente y cortoplacista por parte de la actual administración estadounidense. Nos referimos a la decisión de congelar por 85 días toda la asistencia exterior, salvo ciertas excepciones muy calificadas, mientras se revisa si su orientación está en línea con lo que el presidente estadounidense considera los “intereses” de su país.
Durante el gobierno de Joe Biden esa asistencia creció considerablemente. Alcanzó $64.700 millones en 2023, más de la cuarta parte del total adjudicado por los países ricos. Al frenarse de inmediato su financiamiento, las operaciones de infinidad de organizaciones de asistencia humanitaria, impulso a la salud preventiva, apoyo a los derechos humanos y atención de migrantes, entre otras, se han paralizado. Además, no se sabe cuál será la nueva orientación, pero es probable que siga una agenda miope y en extremo conservadora, como la que se está aplicando en Estados Unidos.
Repatriaciones masivas, aranceles como armas de propósitos múltiples, el cese o cambios drásticos en la ayuda al desarrollo, todo con un estilo voluntarista y transaccional: se trata de una corrosiva combinación sin precedentes. Su dirección y efectos variarán según los países, pero, en principio, ninguno estará inmune. Por esto, debemos prepararnos, tanto de forma defensiva como proactiva, para afrontar la nueva realidad, con buenas estrategias, prudencia, paciencia y sentido de realidad, pero también con apego a valores de autonomía y soberanía, que no deben ser vulnerados.