Han bastado menos de dos meses para que Europa llegue a una conclusión devastadora pero también realista: bajo la presidencia de Donald Trump, Estados Unidos ha dejado de ser un aliado confiable. Peor aún, cada vez luce más como adversario. Esta nueva realidad impacta varias dimensiones, como la comercial, la diplomática y la cultural. Sin embargo, el flanco más alarmante e inmediato es el defensivo. Varios hechos lo revelan.
Trump decidió negociar sobre Ucrania con el dictador Vladimir Putin, sin tomar en cuenta ni al país invadido por Rusia ni a Europa, que lo considera, apropiadamente, como su primera línea para detener el expansionismo ruso. Le suspendió la ayuda militar y de inteligencia estadounidense, vitales para su esfuerzo bélico, y ha puesto en duda la cláusula de defensa colectiva en que se asienta la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
Los anteriores aspectos, sumados su abordaje transaccional de las relaciones internacionales, desdeñoso de principios, instituciones y reglas, son razones de sobra para la pérdida de confianza y, como consecuencia, la necesidad de que Europa construya una capacidad defensiva mucho más robusta.
Pasarán varios años para que llegue a tener la “autonomía estratégica” propuesta por el presidente francés, Emmanuel Macron, o la “independencia” de Estados Unidos a la que aspira Friedrich Merz, a punto de convertirse en canciller alemán tras el triunfo de su partido democristiano. Aún Europa está muy lejos de esos objetivos, pero, para alcanzarlos, debe comenzar a actuar de inmediato. Su tarea esencial es hacer todo lo posible por mantener la cobertura defensiva estadounidense –tanto convencional como nuclear–, sin la cual sería incapaz de enfrentar con éxito una agresión rusa a gran escala, mientras acelera el fortalecimiento de sus capacidades bélicas.
El esfuerzo comienza por la asignación de recursos. Para entender la magnitud del reto, basta recordar que, durante la Guerra Fría, los países europeos occidentales destinaban un equivalente del 4,5% de su producto interno bruto a tal fin, y que ahora, el promedio de los integrantes de la Unión Europea (UE) apenas se acerca al 2% (meta de la OTAN). Sin embargo, el gran despertar ha comenzado, y con ímpetu.
Ya Merz anunció un acuerdo con los socialdemócratas –que probablemente serán compañeros de coalición en un próximo gobierno– para incrementar sustancialmente las inversiones en defensa e infraestructura, previa eliminación de las restricciones constitucionales al déficit. En esencia, para las primeras no existirán límites, mientras se creará un fondo de 500.000 millones de euros (€) (aproximadamente $535.000 millones) para infraestructura. Aunque la propuesta debe ser aprobada por el parlamento, su anuncio, sin precedentes en la historia democrática de Alemania, ha sido un gran catalizador continental, por su extensión, población y riqueza, y por su reticencia previa a una gran proyección militar.
A esto se suman nuevos e importantes compromisos en el seno de la Unión Europea (UE). El viernes, sus gobernantes acogieron la propuesta de la Comisión para establecer un fondo colectivo de defensa por €150.000 millones y eliminar los límites a los déficits nacionales para tal fin. A esto se añade la posibilidad de canalizar €210.000 millones de fondos rusos congelados hacia la asistencia económica y militar a Ucrania. Además, es muy probable que la OTAN actualice pronto al 3,5% del PIB la meta de inversión defensiva entre sus miembros.
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Los vacíos por llenar son muchos, y aún no existe un plan suficientemente claro para lograrlo. El incremento en la producción de armamentos no es un proceso inmediato. La tecnología europea, si bien muy alta, está a la zaga de la estadounidense en ámbitos tan esenciales como los sistemas antiaéreos. La polémica sobre la selección de proveedores, en una industria dispersa entre múltiples países, se mantiene. La disponibilidad de tropas es reducida. Y la estructura de mando de la OTAN, indispensable por ahora, depende de Estados Unidos.
Es decir, el camino será largo y complejo, pero emprenderlo es el paso indispensable para comenzar a reducir las asimetrías y para negociar con Trump desde posiciones de mayor fuerza.
Lo ideal sería que Europa se mantuviera como un continente de paz, con la inversión volcada hacia objetivos civiles. Por desgracia, Putin descalabró ese objetivo, y Trump lo entorpece aún más. Es la nueva realidad, y lo peor, ante ella, sería renunciar a los deberes propios de defensa. Europa está tomando la ruta correcta.
