Costa Rica atraviesa una crisis de seguridad sin precedentes. Con una tasa de homicidios de 16,6 por cada 100.000 habitantes, el crimen organizado ha afianzado su presencia en el país a lo largo de casi tres años de la administración de Rodrigo Chaves Robles. Pese a la gravedad de esta verdadera “bronca”, el gobierno ha optado por enfrentamientos estériles con el Poder Judicial y la Asamblea Legislativa, en lugar de construir una estrategia sólida y coordinada para frenar el avance del narcotráfico.
Aunque debió hacerlo hace meses, el Poder Ejecutivo debe asumir con claridad que la Constitución Política (artículo 140, incisos 6 y 16) le impone la responsabilidad de garantizar la seguridad ciudadana en coordinación con otros organismos del Estado. No obstante, esta coordinación es prácticamente inexistente, ya que el gobierno convierte cualquier esfuerzo por alinear estrategias en un conflicto que erosiona la capacidad de respuesta estatal y deja a la ciudadanía aún más vulnerable.
Lejos de promover soluciones, el mandatario ha adoptado un discurso confrontativo y hasta destructivo contra el Organismo de Investigación Judicial (OIJ), al punto de descalificar como un “asco” la solicitud de más presupuesto hecha por el director de ese organismo, Randall Zúñiga. Esta postura no solo genera tensiones innecesarias, sino que también denota una falta de voluntad política para fortalecer las instituciones responsables de enfrentar la criminalidad y contener el avance del narcotráfico.
La decisión inicial del Ministerio de Hacienda de bloquear ¢9.000 millones destinados a la contratación de 328 nuevos agentes y funcionarios de la Fiscalía evidencia la contradicción entre el discurso y las acciones del Ejecutivo en la lucha contra la criminalidad. Lamentablemente, solo después del asesinato del subjefe del OIJ en Guápiles, Geiner Zamora, a manos de un sicario, el gobierno reaccionó y accedió a liberar los fondos.
Mientras esta administración ha dejado pasar un tiempo valioso sin adoptar medidas efectivas contra el narcotráfico y los homicidios, los grupos criminales le han perdido el miedo a la autoridad y desafían sin reservas a las fuerzas de seguridad. Con atentados a delegaciones policiales con un arma AK-47, como ocurrió el 1.° de enero en Batán; el asesinato del jefe policial y el ofrecimiento de recompensas por matar a funcionarios judiciales, su grado de violencia ha alcanzado niveles alarmantes.
Todo lleva a concluir que, en medio de la confusión que genera el gobierno, quienes realmente sacan provecho son los delincuentes, porque encuentran en la descoordinación estatal el escenario perfecto para fortalecer su dominio.
Además, esa polarización del discurso presidencial erosiona la confianza ciudadana en las instituciones, debilitando la capacidad del Estado para responder de manera efectiva a la crisis. La inacción ante la criminalidad nos convierte a los ciudadanos en las principales víctimas, pues la creciente inseguridad genera desprotección, intranquilidad y un progresivo deterioro de la calidad de vida.
Desde marzo del 2024, cuando, en una actividad en Cartago, el mandatario minimizó nuevamente la ola de homicidios al repetir que las víctimas son pandilleros “que se matan entre ellos”, han muerto al menos 62 inocentes a consecuencia de las balaceras. Entre estas, hay niños, lo cual desvirtúa una de sus principales excusas. Además, comenzamos este 2025 con hechos tan insólitos como el homicidio de Geiner Zamora, al parecer producto de represalias de un narcotraficante apodado Coco Pastillas, o el asesinato en vivo, en una transmisión de TikTok, de dos adolescentes de 17 años en barrio Cuba, San José. También, como pasó el sábado 8 de febrero, a mirar un mensaje que circuló en cuentas de WhatsApp en el que se aseguraba que un delincuente en fuga, de la zona de Pococí, ofrecía ¢10 millones por el homicidio de algún agente judicial.
¿Qué más tendrá que suceder para que el Ejecutivo se decida a diseñar una seria estrategia integral y coordinada entre los poderes del Estado para atacar esta arremetida de bandas de delincuentes? En medio de la precampaña electoral, el gobierno debe dejar de lado la retórica, arremangarse y asumir su responsabilidad en la lucha contra la inseguridad.
Es hora de abandonar las excusas y enfrentar la crisis con acciones concretas, tal como lo prometió en campaña y lo reafirmó el propio Chaves el 8 de mayo de 2022, cuando, al asumir la presidencia, proclamó con determinación: “Tengo algo que decirles a quienes usan nuestro territorio como puente para exportar y almacenar drogas: dense por notificados. ¡Busquen otro territorio! No toleraremos su presencia en nuestra patria”. Hoy, le recordamos esas palabras porque incumplió su promesa.
En lugar de reforzar la lucha contra el narcotráfico, su gobierno tomó la inexplicable decisión de retirar la base de la Policía de Guardacostas en Bahía Drake, la zona más vulnerable del país. De acuerdo con la DEA, por ese corredor del Pacífico sur transitan anualmente al menos 500 toneladas de cocaína provenientes de Colombia, lo que convierte su retiro en una concesión para el crimen organizado.
El presidente debe asumir con madurez que la seguridad no es un terreno para disputas políticas, sino una urgencia nacional. La inversión en la Policía Judicial es crucial para optimizar la identificación y desarticulación de bandas criminales. Frente a esa lucha, resulta inaceptable que obstáculos burocráticos, como el impuesto por Hacienda, vuelvan a entorpecer los esfuerzos por fortalecer la seguridad ciudadana.
Chaves y su equipo de gobierno deben también comprender que la lucha contra la delincuencia no puede basarse exclusivamente en medidas represivas. Una estrategia integral exige un enfoque preventivo que ataque las raíces del problema: la pobreza, la falta de acceso a la educación, el desempleo y la exclusión social. Sin esa visión, cualquier intento de seguridad será incompleto e ineficaz.
Igualmente, es importante que gobernante y gobernados entendamos que no podemos normalizar una tasa de homicidios tan alarmante ni resignarnos a vivir con el miedo constante de ser víctimas de una bala perdida, ya sea en la calle o dentro de nuestro propio hogar. Este clima de terror no solo deteriora nuestra calidad de vida, sino que también amenaza los cimientos mismos de nuestra democracia.
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