Costa Rica encabeza una lista que ningún país querría liderar: tiene la tasa de muertes en carretera más alta entre 34 países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Ese dato debería provocar una alarma nacional; sin embargo, las tragedias se acumulan sin que la indignación ni los discursos del gobierno se transformen en acción.
Según el informe del Foro Internacional de Transportes, la tasa costarricense es de 18 muertes por cada 100.000 habitantes, casi la misma que la de homicidios (16,6). Antes de la pandemia, el país había logrado reducir la tasa de muertes por accidentes a 14. No obstante, tras la emergencia sanitaria, los números volvieron a dispararse. El deterioro tiene razones conocidas. El número de oficiales de tránsito va en picada mientras la flotilla vehicular crece aceleradamente. Toparse con un oficial de tránsito es como ganarse la lotería y lo confirma la caída en el número de multas de tránsito.
A esto se suma el abandono crónico de la infraestructura vial. Las carreteras están plagadas de defectos, con huecos o masas de asfalto; señalización invisibilizada por falta de mantenimiento; escasa iluminación porque nunca la colocaron o se dañó; e inexistencia de vallas divisorias para impedir a los vehículos invadir el carril contrario. Muchas rutas fueron diseñadas para flujos vehiculares de hace medio siglo, pero hoy deben soportar una flota vehicular de al menos 1,8 millones de unidades que no deja de crecer, pues son 300.000 más que hace cinco años.
Sin embargo, no hay ni planificación urbana ni expansión del sistema vial a la misma velocidad. Citemos nombres y apellidos. El Consejo Nacional de Vialidad (Conavi) y el Ministerio de Obras Públicas y Transportes (MOPT) acumulan años de promesas incumplidas, licitaciones fallidas, obras inconclusas y mala ejecución presupuestaria.
El transporte público, lejos de ser una solución, se ha convertido en un problema más. Los servicios de autobús son deficientes, el tren de pasajeros del Incofer es errático e insuficiente, lo cual empuja a miles de personas a subirse a un vehículo propio, saturando aún más las carreteras. Ese es un disparador de las angustiantes presas que sufrimos en las mañanas y en las tardes, lo cual, a su vez, provoca un gasto enorme en combustible. Y sí, la calidad del aire paga la factura.

¿Qué se puede hacer? Las soluciones existen, pero requieren voluntad política, planificación estratégica y compromiso sostenido. Lo primero es invertir con seriedad en infraestructura. Insistimos: invertir con seriedad en infraestructura. No se trata de tapar huecos, sino de rediseñar rutas, mejorar drenajes, instalar señalización moderna, construir pasos a desnivel, y garantizar rutas seguras para peatones y ciclistas. La infraestructura salva vidas, pero requiere presupuesto, honestidad y mentes profesionales.
Segundo, se necesita reforzar la Policía de Tránsito. No es comprensible que si mueren casi mil personas al año en las vías (936 en el 2023, 81 más que las 855 reportadas en el 2022) apenas haya un puñado de 628 oficiales vigilando las calles. Si 628 oficiales le parecen mucho, hay que tener claro que debido a la distribución de turnos, vacaciones e incapacidades, al final solo 157 patrullan las carreteras en cada jornada.
El abandono del control vial es tal que, en cuestión de 10 años, la cantidad de policías de tránsito se redujo un 30%, al pasar de 1.043 en el 2014 a 694 al cierre del 2023. La Unión Nacional de Oficiales de Tránsito y Afines (Unaotraa) confirma que la cifra sigue en descenso. Esa es una de las causas por las cuales la cantidad de multas cayó en un 28%, al pasar de 399.000 en el 2023 a 301.000 en el 2024.
Obvio, hay que contratar más oficiales, pero, paralelamente, se debe incorporar tecnología para detectar infracciones y, sobre todo, combatir frontalmente la corrupción interna.
Tercero, urge modernizar la política nacional de educación vial. Desde la escuela hasta la universidad, los costarricenses debemos recibir formación sobre convivencia en carretera, respeto por la vida de los demás y responsabilidad al volante. Solo con un cambio cultural se pueden revertir años de malas prácticas, considerando que los atropellos son la segunda causa de mortalidad en las vías después de los choques. Paralelamente, el curso teórico para optar a la licencia de conducir debe tener una actualización con base en la alta tasa de mortalidad.
El MOPT, como superior del Consejo de Seguridad Vial (Cosevi), no puede cruzarse de brazos con tanta mortandad. Si los decesos de motociclistas son los que más aumentan, la prueba práctica debe ser más rigurosa con ese tipo de permisos.
Cuarto, hay que regular con firmeza la circulación de bicimotos. No puede ser que una persona sin licencia ni experiencia se lance al tráfico diario como si nada. Las bicimotos no son juguetes, y su uso debe estar estrictamente regulado. El Cosevi, pero sobre todo el MOPT, han sido demasiado lentos en exigir la licencia de conducir.
Durante años, La Nación ha sido constante en exponer cómo la seguridad vial se ha agravado y el informe del Foro Internacional de Transporte vino a evidenciar, con la tasa de muertes en carretera más alta de la OCDE, la necesidad de dejar los discursos y tomar acciones. Sin duda, esto es un llamado para el MOPT, el Cosevi y el gobierno de Rodrigo Chaves.
No podemos normalizar una percepción muy elocuente de Joselito Ureña Vega, secretario general de Unaotraa: “En este país, si no te mata un sicario, te mata un irresponsable al volante”.