Comencé a leer Nieve de primavera, primer libro de la tetralogía El mar de la fertilidad (1969-71), con la arrogancia de los 19 años, seguro de que entendería todo. No fue así, pero el gesto le agradaría a su autor japonés, gran ególatra, inmenso escritor, delicado hasta el fin, salvaje como pocos. Los cuatro libros consagraron a Yukio Mishima como uno de los grandes autores del siglo XX, pero hay mucho más por descubrir en su obra.
Releo las cuatro novelas ahora, años después, cuando Yukio Mishima también ha cambiado (y no solo este lector, ya más dispuesto a aceptar las contradicciones de sus héroes). Se cumplen 100 años de su nacimiento (14 de enero de 1925) y sigue siendo el personaje magnético que representa una cumbre de la literatura japonesa y un problema. Al final de su vida se imaginó como una suerte de samurái fuera de tiempo; bisexual conservador, obsesionado con la masculinidad; célebre como pocos y, aun así, todavía un enigma.
Las cuatro novelas del último ciclo de Mishima –Nieve de primavera, Caballos salvajes, El templo del alba, La corrupción de un ángel– son la preparación para el último acto de su vida, el suicidio ritual que marcaría su imagen por el último medio siglo. El 25 de noviembre de 1970, tras poner punto final a la última novela de la serie, lanzó un presunto golpe en un cuartel militar, con la esperanza de que su discurso inspirara a miles a restablecer el poder del emperador.
Yukio Mishima cometió el suicidio ritual, seppuku, y sus subalternos le cortaron la cabeza, como correspondía a los antiguos samuráis que se mataban por honor.
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Confesiones de una máscara: vistazo a un autor clave de Japón
Las cuatro novelas de El mar de la fertilidad entablan un extenso diálogo filosófico con el concepto de la reencarnación, en el cual Mishima no creía con demasiado fervor. Pero el último libro, una novela dura y desalmada, se dedica a destruir el propio personaje público que su autor había creado, hasta culminar en un acto de disolución de la identidad, de la memoria y de los desvaríos de la arrogancia. Al final, no queda nada.
Es así una conclusión dramática a una extensa obra que abarcó 34 novelas, una cincuentena de piezas teatrales, más de un centenar de cuentos, más de 35 libros de ensayo y hasta una película (Patriotismo, 1966). Su producción se divide más o menos en dos partes: la más compleja y de carácter artístico, traducida ampliamente y disponible siempre en librerías; y una cantidad ingente de obras “populares”, muchas por encargo, que hasta hace poco empezaron a emerger en lenguas occidentales.
Entre sus obras conocidas internacionalmente, se perfila un autor con una visión tersa de las más minúsculas manifestaciones del erotismo, herencia en cierto modo de un mentor de Mishima, el Nobel japonés Yasunari Kawabata. Es un erotismo entrelazado con el peligro, orgasmo próximo a la muerte, en un “decadentismo esteticista” que al escritor José Ricardo Chaves le recuerda a Oscar Wilde y a Joris-Karl Huysmans del siglo XIX, donde “homosexualidad y estética quedan imbricadas en un culto sangriento a la belleza masculina”.
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Ello ocurre desde la segunda novela de Mishima, Confesiones de una máscara (1949), que lo lanzó a la fama por su cándido retrato de un joven homosexual, Kochan, que lucha por encajar en una sociedad criada en el militarismo nacionalista y derechista del Japón imperial. Inevitablemente violenta, su inconformidad permite dar un vistazo no solo a la sociedad circundante, sino al futuro de las obsesiones de Mishima.
No en vano, una imagen de despertar sexual de Kochan la replicará luego Mishima en una serie de célebres fotografías de Eiko Hosoe (1933-2024): el San Sebastián de Guido Reni, esa figura de belleza masculina torturada por las flechas que curiosamente se propaga por la cultura gay del siglo XX. El erotismo como violencia, la belleza como martirio.
La obsesión con la belleza impulsa otras novelas, como El templo del pabellón dorado (1956), donde un monje fanático destruye el histórico santuario en Kioto, y El marinero que perdió la gracia del mar (1963), donde un adolescente desarrolla aversión –¿o deseo?– por el amante de su madre; ambas fueron llevadas al cine en 1976, la segunda en Inglaterra con Kris Kristofferson y Sarah Miles.
Patriotismo: la ideología contradictoria de Yukio Mishima
Hablando de cine, claro, no se pueden obviar dos grandes películas: el cortometraje Patriotismo (1966), donde Mishima condensó su pensamiento y su estética en una alegoría de su trayectoria ideológica, y Mishima: A Life in Four Chapters (1985), en la que Paul Schrader examina, mezclando elementos de su ficción y su biografía, las contradicciones y encuentros entre lo que escribió el japonés y cómo fue desarrollando su pensamiento recalcitrante que culminaría en el suicidio.
Primero en el lenguaje, pero también en lo ideológico, Mishima se sentía más apegado a la tradición de la belleza japonesa, en contraste, digamos, con un Kenzaburo Oé, Nobel también, quien moldeaba y desfiguraba el idioma para reflejar la fragmentación identitaria del siglo XX (en especial, tras la crisis de la guerra perdida en 1945).
Sin embargo, leerlo implica despejar una serie de máscaras, las que coinciden con sus actos en la vida real y las que provienen de su forma de narrar. La estela de patetismo, incoherencia y horror que deja su muerte, y su posterior interpretación como acto “artístico”, pueden distraer de una literatura rica en alusiones, en perfilar personajes donde esas tensiones bullen página tras página, y donde un acto erótico fácilmente lleva a una inquietud filosófica nada anticuada: ¿cómo vivir y cómo morir en un mundo desarraigado y sin significado?
Mishima se dejaba ver como quisiera, y según su biógrafo y traductor John Nathan, incluso la gente que lo consideraba cercano se sorprendió cuando acometió su performance final, aunque lo planeó por un año. “La gente que logré entrevistar [para su libro de 1974] se sentía tradicionada, enojada, y reacias a compartir el tipo de información que yo esperaba”, cuenta en The New Yorker, donde publicó en octubre una traducción inédita.
El sacrificio se prefigura en Caballos salvajes, donde se apunta a una radicalización del pensamiento de Mishima. El autor John Gray ve en Mishima algunas de las “patologías distintivas de la cultura moderna”: “El individualismo radical y una tendencia al nihilismo, un culto a la autocreación y un intento de dejar algún tipo de marca en el mundo”, en este caso, en su autodestrucción.
Un error, claro, sería identificarlo como meramente conservador: un japonés tradicional difícilmente hubiera apreciado tal culto a la personalidad; un samurái no hacía de su muerte un espectáculo, sino un deber. Antes de morir, los soldados presentes en el cuartel, ante el minúsculo alzamiento del escritor con un puñado de discípulos, bromearon, se burlaron, no lo tomaron en serio.
Mishima no se agota. Si bien sus novelas más conocidas ya llevan medio siglo circulando por el mundo, no toda su narrativa ha gozado de la misma difusión, y alguna parte de su obra incluso se ha olvidado un poco, como sus textos para teatro noh y otras piezas escénicas. Mishima era un conocedor exquisito de la tradición literaria japonesa, y, por partes iguales, admirador del modernismo europeo, del que se rodeó en letras, gustos, intereses y formas de entender la literatura.
Traducciones en inglés y español abundan en Costa Rica, que también ha visto florecer la difusión de autores nipones; para el centenario de Mishima, se han anunciado nuevas ediciones y traducciones de su obra inédita fuera de Japón, como la nueva colección Voices of the Fallen Heroes: And Other Stories.
A la distancia de su centenario, y a más de medio siglo de su fallecimiento, Yukio Mishima sigue provocando y confundiendo, seduciendo y repeliendo. Es difícil pensar en un nudo de contradicciones más atractivo para nuestra época.