Cuando Alexis Aguilar cultiva en las faldas del volcán Turrialba, inicia su jornada a las cuatro de la madrugada y la concluye cuando las estrellas adornan el cielo. Se “tira al agua” si hace falta: batalla contra los barreales y le hace frente a los chapulines estancados. Lleva décadas en el campo para asegurar un plato sobre su mesa, pero está convencido de que la agricultura costarricense morirá.
Al igual que Alexis, muchos otros productores se sienten abandonados. Ni el dólar bajo les ayuda: los insumos que requieren para cultivar -agroquímicos, semillas, fertilizantes, maquinaria- están cada vez más caros. Colocarse las botas de hule, llevar el delantal de mezclilla a media pierna, cargar el machete y cubrirse el semblante con el chonete ya no es atractivo.
Aun si lograran vender cantidades exorbitantes de sus cosechas, no podrían competir con las promociones agresivas de los supermercados durante los fines de semana. Lo ven como una “guerra” que están perdiendo un pueblo a la vez.
Esta combinación de factores les ha llevado a dejar sus palas de lado y buscar otros ingresos. Algunos, incluso, han vendido sus tierras cultivables. “Hoy día las fincas están abandonadas porque no hay quien trabaje, no hay mano de obra”, reflexionó Juan Villegas, agricultor en Santa Cruz de Guanacaste.
Tomemos por ejemplo el café, ese grano del que nos enorgullecemos como insignia nacional y que presumimos con orgullo en el extranjero. En Poás de Alajuela, numerosos productores han optado por vender sus cafetales.
Así lo relata Javier Víquez, administrador de la feria agrícola de la zona, quien asegura que al menos diez agricultores han dejado de participar en el último lustro. No piden dádivas, aclara, sino condiciones similares a las que reciben los agricultores en otros países. Por lo menos, créditos bancarios a largo plazo y con intereses blandos para apoyar sus negocios.
En Guanacaste, provincia con temperaturas abrasadoras que alcanzan los 40 °C, los agricultores se han visto obligados a dejar sus tierras mientras la población, poco a poco, se ha vuelto dependiente de las importaciones para llenar su mesa. En Santa Cruz, de acuerdo con el administrado Villegas, los espacios en la feria se redujeron a la mitad en los últimos cinco años: de 80 pasaron a apenas 40.
Incluso en el cantón más pequeño del país, San Joaquín de Flores en Heredia, cinco productores abandonaron la feria en el último lustro. Los altos costos les han impedido sostener cultivos de papa, cebolla y legumbres, según relató Guillermo Ballestero, administrador de la feria.
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Lucha contra los intermediarios
Cada vez más, los productores deben lidiar con los intermediarios, quienes les compran barato y revenden sus productos sin mayor esfuerzo en las ferias, sacando ganancias que no siempre se traducen en un pago justo para quienes siembran.
De acuerdo con Kenneth Solano, especialista en gestión de proyectos y agronegocios del Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA) en Costa Rica, esta situación nos obliga a buscar una tercera vía para que los carritos sigan saliendo llenos de cada feria del agricultor.
Para cambiar las reglas del juego, debería implementarse un modelo en el que una persona recoja los productos directamente en las fincas, los venda en la feria y devuelva a los productores el total recaudado.
De esta manera, se eliminaría la figura del intermediario que encarece los precios y los agricultores podrían dedicar sus días libres al descanso, sin perder ingresos.
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