Era un lunes por la mañana y el Museo Histórico Cultura Juan Santamaría, en el centro de Alajuela, tenía visitas muy diferentes a las que podrían pensarse pero que se han vuelto frecuentes en el último año.
Todos tenían un mismo objetivo: una de las pinturas más emblemáticas del lugar, La Quema del Mesón, que impregna ese momento de la tradición costarricense donde Juan Santamaría quema el Mesón de Guerra y se consuma la victoria en la Batalla de Rivas.
Un lienzo que, a las puertas del Bicentenario de la Independencia, se vuelve más simbólico.
Dentro de su indumentaria llevaban escaleras para subir hasta los rincones más altos del cuadro, implementos para tomar muestras de hongos y bacterias, luces que reflejan el espectro infrarrojo y el ultravioleta, y también cámaras fotográficas.
También se apoyan de un equipo llamado radioespectómetro, que ayuda a analizar los puntos de radiación de los pigmentos, trazos, luces y su relación con el espectro.
¿Por qué el interés en esta obra? Esta pintura, elaborada entre 1896 y 1897 por Enrique Echandi Montero, es de las más grandes de Costa Rica: mide 193 centímetros de alto y 251 de largo.
Estos científicos, que también se reconocen amantes y fanáticos del arte, son parte de una alianza colaborativa del Museo con la Universidad de Costa Rica (UCR).
En este convenio, profesionales y estudiantes avanzados de diferentes ramas de la ciencia le hacen un diagnóstico a las obras.
Con base en eso se ve el estado de deterioro o conservación de cada pieza para hacer recomendaciones de si es necesario restaurarla o, llegado el momento, qué tipo de materiales podrían utilizarse para conservarla.
“Si yo estoy enfermo voy al doctor y él va a mandarme exámenes para saber qué tengo. Con los resultados me va a indicar qué necesito para estar mejor y ese es justamente nuestro trabajo aquí”, resumió el físico Óscar Andrey Herrera, coordinador del proyecto.
La Quema del Mesón fue restaurada en la década de 1970 y hoy se busca que cada intervención se haga con base en lo que la evidencia científica muestra.
El equipo explora dos aspectos principales: uno, ver si hay microorganismos que estén colonizando la pintura y determinar si esto podría causar un mayor deterioro o acelerarlo.
El otro objetivo es estudiar los materiales que el artista utilizó al ejecutar la obra para conseguir, de ser necesario, una restauración más fidedigna.
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Espectros de luz para ver más allá de nuestro ojo
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La primera parte de este diagnóstico consiste en tomar varias fotografías de la pintura para tener, porción por porción, los detalles de la obra.
Esto no se hace así nada más. El primer acercamiento del equipo periodístico a esta obra fue cuando el cuarto estaba completamente a oscuras. Una luz, entre morada y azul, se reflejaba en la pintura.
Las fotografías, según nos explicaron, se toman con tres filtros. Primero, el espectro visible, la luz normal que nuestros ojos ven. Posteriormente se toman con un filtro infrarrojo y con un filtro ultravioleta.
A esto se le llama fotografía multiespectral.
Con el espectro visible se ven detalles que una persona solo podría apreciar estando muy cerca de la obra durante mucho tiempo, cosa que requeriría visitas constantes (y muy buena memoria).
¿Qué puede verse a través de los otros distintos filtros? Daniela Cortés, bachiller en Química y que cursa la licenciatura en dicha materia, indicó que se ven diferencias en pinceladas, en trazos y además el proceso que llevó el artista. También les permite diferenciar lo que originalmente se pintó de la restauración.
Además, les permite saber dónde se ha perdido barniz o dónde han cambiado los colores, lo que puede ser señal de colonización de microorganismos. Todo podría dar pistas de hacia dónde centrar los esfuerzos de conservación.
El espectro ultravioleta requiere más esfuerzo logístico y fue justo el que observamos al llegar al lugar. Para este procedimiento el espacio debe oscurecerse por completo.
“Cada obra tiene capas. Son como las hojas de un libro, debemos entender las capas una a una. Es quitar capa por capa y entender que algo que uno ve en dos dimensiones en realidad tiene cuatro dimensiones: la tercera dimensión es la profundidad de las capas y la cuarta el paso del tiempo”, manifestó Herrera.
Aquel lunes se capturaron fotografías de revisión, puesto que ya las principales habían sido tomadas. De hecho, ya habían determinado zonas de posible afectación.
Esas primeras fotografías dieron con un color que llamó la atención del equipo. La llama de fuego que quemó al mesón no utilizó un pigmento cualquiera.
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Pigmento considerado tóxico le dio color a la llama
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La llama que prende fuego al Mesón de Guerra es decisiva en la escena y, por ese motivo, el mismo el autor le puso una atención especial.
Cuando se sometió a la luz ultravioleta, los investigadores notaron que estos pigmentos se volvían fosforescentes.
“Es una fluorescencia muy particular. Realizamos comparaciones con otras fluorescencias generadas por varios pigmentos”, relató Cortés.
Al investigar qué materiales podían tener esas características, los investigadores dieron con uno llamado oropimente. Aún deben realizar pruebas para terminar de confirmar su hipótesis, pero los primeros análisis llevan a que esta teoría tenga mucho peso.
Este pigmento no se conseguía en Costa Rica, pero cuando Echandi le dio forma a su obra venía llegando de estudiar en Alemania, país que en el que era más fácil de conseguir, pese a su elevado precio.
No se trata de un pigmento cualquiera, el oropimente es un trisulfuro de arsénico, un mineral compuesto por arsénico y azufre.
Herrera y Cortés explican que es un pigmento que hoy no se utiliza por su potencial tóxico.
“Sería venenoso”, puntualizó ella.
Herrera aclaró que el potencial tóxico fue especialmente para el artista, al momento en que realizó la obra, pero que quienes en este momento entran en contacto con la obra no tienen el menor riesgo.
Aunque actualmente el oropimente no pueda utilizarse, esta información le daría a los restauradores pautas para crear un pigmento similar de forma sintética o utilizar los que más fieles sean al efecto deseado.
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Estudiar hasta el mínimo detalle
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Equipos utilizados normalmente para el estudio del recurso hídrico también son parte importante de este análisis y fueron decisivos para dar con el oropimente.
Alejandra Rojas, directora del posgrado en ingeniería en biosistemas y especialista en recursos hídricos es una de las investigadoras. Ella y su equipo utilizan un radioespectómetro, un dispositivo con el que en los últimos días estuvieron analizando diferentes pastos en el campo.
¿Qué tiene que ver esto con las artes plásticas? Rojas explica que este artefacto tiene la posibilidad de analizar diferentes tipos de cuerpos.
“Una aplicación súper interesante, que la verdad no la habíamos pensado hasta que fuimos contactadas, son las obras pictóricas”, recalcó.
De esta forma analizarán todo el espectro.
“Naturalmente, nuestra visión solo puede analizar tres espectros: el azul, el verde y el rojo. Con este equipo podemos llegar muchísimo más allá y analizar la parte infrarroja y una región donde se pueden detectar diferentes tipos de minerales”, afirmó la experta.
Este equipo permite detectar pigmentos y mezclas que se realizan, pues muchos tienen minerales en su composición, tal fue el caso del oropimente.
La detección va hasta el más mínimo detalle. El análisis es a escala nanométrica, la unidad de medición más pequeña, puesto que un nanómetro es equivalente a la milmillónesima parte de un metro.
Con base en las fotografías y los lugares donde se sospechaba había pigmentos de interés se extrae la firma espectral, una caracterización de la radiación que emiten los pigmentos al espectro magnético. Con este elemento se puede dar con los insumos utilizados por el artista y cuáles serían ideales para restaurar.
“La ventaja es que estas pruebas no son destructivas y no dañan la pintura”, señaló Rojas.
Laura Calvo, estudiante de Geología, explicó que dado que el oropimente es un mineral, el espectómetro es vital para su aporte.
“Dado que no todos los minerales están en todos los yacimientos del mundo, esto nos ayudaría a identificar los lugares donde el pintor pudo haber conseguido el oropimente y, de esa manera, dar con sitios donde se pueda encontrar lo más similar, si se requiriera de una restauración”, expresó.
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En busca de hongos y bacterias
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A Daniela Jaikel la encontramos subida en una escalera hurgando en las partes superiores de La Quema del Mesón. Ella es especialista en micología, una rama de la microbiología que estudia los hongos.
Su misión en la investigación es determinar si hay especies de hongos en sectores de la obra en las que las fotografías mostraron manchas, desteñidos o algún color de interés.
Además, sus estudios serán claves para entender cómo es la presencia de estas especies y si realmente constituyen una preocupación para la obra y puedan deteriorarla.
Su colega Mauricio Redondo, especialista en bacterias, realiza el mismo análisis para identificar especies bacterianas y ver su rol en La Quema del Mesón.
“Los microorganismos son los agentes más importantes en la degradación de diferentes materiales”, subrayó el especialista.
Las pinturas, según el experto, no escapan de ese efecto degradativo. Además, muchos de estos materiales tienen estructuras y pigmentos de origen vegetal que los exponen más a estos impactos.
Sin embargo, la presencia de algunas de estas especies bien puede ser únicamente circunstancial o llevar años ahí sin aportar al deterioro, mientras que otras sí contribuyen a la degradación.
En el caso de esta obra, su antigüedad y su exposición al ambiente la han hecho blanco constante de posibles colonias de bacterias u hongos.
“En algunos lugares ticos la humedad puede ser superior al 70%. Esa es una gran oportunidad para que los microorganismos habiten una obra de arte”, aseveró Redondo.
El proceso debe ser riguroso. Jaikel explicó que se toman las muestras con una técnica denominada hisopado en seco. Posteriormente se llevan al laboratorio, pero ese proceso no es cualquiera.
“Transportamos el hisopo en tubos con tapa rosca que tienen agua peptonada estéril”, explicó.
El agua peptonada funciona como un medio de cultivo que permite el crecimiento de microorganismos. Este proceso se usa tanto para hongos como para bacterias.
Una vez en el laboratorio se utilizan dos medios de cultivo diferentes, es decir, se usa uno específico para bacterias y otro para hongos.
Estas muestras se incuban y luego se identifican los microorganismos que han crecido. Con esto se determina de qué especies se tratan y si estas tienen un rol o no en el deterioro de la obra.
Con base en esto se giran recomendaciones para tratar la pintura y conservarla de una mejor forma.
El estudio de estos microorganismos es necesario, apunta Redondo, porque podría servir como base para la preservación de futuras obras no solo en Costa Rica, sino también en otros países del trópico con condiciones similares.
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Conservación en medio de la humedad del trópico
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Las obras aquí, en Costa Rica, llevan un proceso biológico muy distinto al que pueden llevar pinturas de una misma técnica en otros países.
Aquí la temperatura y el nivel de humedad es muy diferente y se comienzan a degradar más pronto, con un deterioro muy diferente al visto en Europa.
“En Europa hay obras de 500 años con menos deterioro que una de 120 años en Costa Rica, pero es porque no tienen nuestras condiciones climáticas o de humedad”, apuntó Herrera.
Redondo amplió: “el ambiente aquí es muy diferente. Los tipos de microorganismos que abundan y la humedad hace que sea el ambiente ideal para su proliferación”.
Para el microbiólogo, este trabajo con La Quema del Mesón es vital, porque hay evidencia científica con la conservación de obras en Europa, pero estas no necesariamente aplican para un ambiente de un país tropical como el nuestro.
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Pintura tan controversial como histórica
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María Elena Masís Muñoz, directora del Museo, define al cuadro La Quema del Mesón como “emblemático y pionero”, no solo por la técnica pictórica, sino también por el tratamiento que le brindó a un tema histórico.
“Él (Enrique Echandi) no vislumbraba esa batalla como algo apoteósico, glorioso y triunfante. No, él pintó en una técnica realista. No quiso disimular los horrores de la guerra”, resumió.
Echandi no fue un pintor cualquiera y esta obra no es una obra cualquiera. Masís señala que fue el primer pintor con un título profesional que lo designara como tal.
Este lienzo lo pintó cerca de cumplir 31 años, cuando venía llegando de una temporada de estudios en Alemania.
Sin embargo, la crítica no recibió bien a la obra. Echandi decidió someter su cuadro a un concurso que llevaría obras seleccionadas a una exhibición en Guatemala.
“Se dijeron cosas tan fuertes de ella como que debía ser quemada. Para la crítica, la pintura reflejaba una caricatura del héroe nacional, que no representaba el ideal estético de la época”, apuntó la directora.
La apariencia física del “soldado Juan” causó revuelo.
Hasta entonces, la única imagen de Juan Santamaría que tenía el pueblo costarricense era la de la estatua que se había encargado en Francia para el monumento que se encuentra en Alajuela, inaugurado en 1889. En ella, el “Erizo” se presenta como un joven combatiente en pose heroica, de rasgos africanos y uniforme francés.
“Se le encargó a un francés que nunca había estado en Costa Rica y que no conocía cómo eran los costarricenses. Utilizó un modelo, se tiene la foto de la cual se pudo haber basado, era un senegalés”, señaló Masís.
Esto dista mucho de los rasgos que Echandi dibujó en su obra: un hombre que se veía mayor, con el cabello ensortijado, pero con un bigote abundante que no calzaba con el imaginario de la época.
En un artículo publicado en el 2007, en la revista Umbral, Guillermo Brenes Tencio recoge este texto del diario matutino La República:
“Juan Santamaría es la figura más culminante de nuestra historia, es la individualidad que mejor caracteriza al ser costarricense, es el Guillermo Tell de nuestras montañas, y todo esto compromete para con él nuestra gratitud, nuestro cariño y nuestra admiración. De suerte, que hacer de ese tipo legendario una caricatura –que no otra cosa es el lienzo del señor Echandi- equivale no sólo á burlarse sacrílegamente de él, mas á poner en triste ridículo al país entero. Por respeto, pues, al inmortal soldado de Alajuela y por amor propio nacional también, ese lienzo debe ser entregado á su autor para que de él disponga como mejor le plazca”.
Para Brenes, esto se escapa del arte al que estaban acostumbrados los costarricenses, pero, más allá, al imaginario que se construía de la campaña 1856-1857.
“Posiblemente por eso, La Quema del Mesón fue objeto de la crítica más desalentadora y hostil, ya que no encuadraba en los requerimientos del imaginario épico que la historiografía liberal había consolidado”, cita su texto.
Para Masís, son muchos los mitos que la gente tenía del “Erizo”.
“No era un chiquillo, eso es otro mito. Ya tenía 25 años. Y era consciente de a lo que iba”, recalcó Masís.
La Quema del Mesón, así de emblemática y de controversial, sigue hoy, 125 años después de sus primeros trazos, contando su historia a quienes llegan a visitar el Museo Histórico y Cultural Juan Santamaría en Alajuela.
Esta obra, a escasos 300 metros de la estatua del “soldado Juan” narra esa otra visión de la guerra -más realista, cruel y menos triunfalista- a la generación actual, y un grupo de profesionales y estudiantes de ciencias, con mucha sensibilidad por el arte y la historia, busca su mejor preservación.
¿Los resultados? La ciencia es un proceso que no marcha tan rápido como se quisiera, Herrera y su equipo siguen trabajando con miras a dar a conocer sus conclusiones apenas se tengan.
El objetivo se mantiene: que la narración visual, contenida en La Quema del Mesón, se siga apreciando muchos años más.
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