Su mundo se divide en dos: los que tienen el ADN y todos los demás.
Él, por supuesto, cree tener ese ‘no sé qué’ en la sangre o el alma que depara triunfos, noches mágicas, remontadas, goles in extremis que le ganan en velocidad a la mano del árbitro, lista para los tres pitazos finales.
La ‘Saprihora’ es suya y de nadie más. Los demás tan solo anotan en tiempo de reposición, que no es lo mismo.
Si su equipo gana —”como siempre”, dirá él; “o como casi siempre”, cuando amaneció con un inusual dejo de humildad— no hay novedad. Si pierde —casi nunca— la culpa es propia y rara vez virtud ajena.
Para él, el rival no tiene más mérito que simplemente existir, por una sola razón: todo vencedor necesita un vencido.
No tolera las derrotas, le cuesta digerirlas, pide cabezas, es capaz de dictar sentencia contra los propios, pero no admite que un liguista diga “a” contra su equipo. El osado se expone a una paliza de hechos históricos, así vengan al caso o no, así sean nuevos o de antaño: desde el Mundial de Clubes 2005 y los 40 títulos en sus vitrinas, hasta los 700 triunfos de ventaja en clásicos, incluidos los recientes 3 a 0 en casa.
Reprocha a sus dirigentes los escasos quilates en las contrataciones; pero si gana el campeonato, se jacta de haberlo logrado sin eso que otros llaman “fichaje bomba”.
Siempre encuentra la forma de darle vuelta a la tortilla: si Saprissa anda entre altibajos y de pronto gana el clásico, echa mano al “no se repartan nada”. Aprovecha hasta las desgracias, incluso las exagera, para darle grandeza a los triunfos surgidos desde las cenizas. Para él, entre más grande fue el bache, mayor la epopeya.
“Hoy nos odiarán más”, expresa con jactancia en memes, mantas o de boca en boca a la hora el festejo. Si lo creen empachoso, arrogante o jactancioso lo recibe como medalla en pecho.
Jamás le dirá catedral a su estadio, pero es capaz de persignarse si pasa al lado, bajo su sombra, por la ruta 32 o si lo ve a lo lejos desde Circunvalación.
Para él, el Ricardo Saprissa siempre ha sido, es y será casi un ser viviente, que se mueve mientras la masa grita “¡el que no salta manudo es!”.
El morado habría aceptado que le llamaran a su casa “El Tragapuntos de Tibás” o el “Mounstrodome”, pero merecía algo más tenebroso: la Cueva del Monstruo. Simplemente la Cueva, para los amigos.
Cuando alienta en sus entrañas no lo hace como espectador, sino de protagonista. Él no espera victorias, intenta provocarlas.
Ya no lanza serpentinas desde lo más alto de sus graderías como algunas décadas atrás; ahora desliza enormes tifos que amenazan con meterse a la gramilla a tragarse los rivales.
Respeta a Evaristo Coronado, idolatra al Rey Paté, quiere a Mariano Torres jugando hasta los 50 y sueña con el regreso de Keylor Navas. No perdona a quienes se han ido a La Agonía, porque “el morado no destiñe”. Ama los colores de su equipo, ama su estadio, ama escuchar la canción de Queen al final del torneo, pero sobre todas las cosas, se ama así mismo como aficionado: Es el iniguable.