El cuadro era aterrador. Una parejita de niños va saliendo de un oscuro bosque directo a un precipicio. Pero van persiguiendo a una mariposa y no se percatan del peligro. Un ángel alto, de túnica, alas celestes y cabellos rubios, les levanta a los chiquitos la mano derecha en señal de alto, como si fuera un inspector de tránsito. Así impide que aquellos pequeños inocentes vayan a dar al barranco.
Cuando le preguntaba a mi abuela qué significaba aquella escena tan terrible, ella me explicaba que todos teníamos un ángel de la guarda.
Nos cuidaba siempre. Nos veía siempre. Nos guardaba de todo peligro. Y hasta había una oración dedicada a él, que comenzaba así: “Ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día…”.
Sería por esa garantía celestial a prueba de todo que sobrevivimos a un sinfín de riesgos y peligros, algunos circunstanciales y otros elegidos.
Como la vez que, estrenando mi flamante bicicleta, se la presté a mi amiga Maribel, quien no sabía montarla. Pensé que lo más correcto era subirla en lo alto de la cuesta de Obras Públicas y soltarla, apelando al principio de la física que reza: “Velocidad y altura, conservan la dentadura”, pero no le advertí nada sobre los frenos, dónde estaban ni cómo se usaban.
Maribel se fue como un bólido tambaleándose en zigzag y cruzó calles y avenidas sin detenerse. ¿Por qué no murió atropellada aunque se levantó en carne viva?
Por el ángel.
O la otra, cuando en un playground, aquellos de piedra y metal, me solté de una de las argollas del palo volador y salí como Franklin Chang rumbo a las estrellas. Aunque conocí Saturno del bombazo, ¿por qué no me desnuqué cuando caí de golpe y porrazo en el pavimento, a pesar de que quedé caminando como el de Walking Dead para el resto de la vida?
Por el ángel.
Ni qué decir de la colección de chichotas, raspones, chollones, puntas de lápiz ensartadas en la piel que nuestro cuerpo iba registrando para la historia como trofeos de guerra. ¿Por qué salíamos ilesos de los vidrios, las latas, espinas y fierros?
¡Por el ángel!
¿Qué explicación, si no esa, tendría no haberse ahogado con el piquito de plástico que les arrancábamos con los dientes a los condenados “bolis”, o con las semillas de mamón o las tapas de los lapiceros que manteníamos en la boca a falta de golosinas? ¿Y qué me dicen de las decenas de bañadas clandestinas en las pozas del Virilla?
Por el ángel.
Legiones de ángeles 4x4 nos han librado durante siglos de espinas de pescado atravesadas en la garganta, así como de estacas mortales, caídas de árboles, correteadas de vacas rompedoras, guayabas con gusanos, charcos asquerosos donde metíamos los pies después del aguacero y heridas incompatibles con la vida.
Todas las travesuras de las que salimos ilesos y sin condena alguna se las debemos, sin duda, a ese buen centinela que, seguramente a estas alturas de la mía y de todas las vidas, debe estar roto, adolorido y a punto de jubilarse.
¿Se jubilarán los ángeles? ¿Habrá un día en que llegan con todas sus órdenes patronales celestiales a una ventanilla? Allí probablemente les dirán que les faltan cuotas, que su patrono no reportó algunas o que sus “alarios” (porque los ángeles no reciben salario, sino “alario”), se verán disminuidos en un 40 por ciento.
Yo digo que sí. Que debe de haber más de un ángel pensionado disfrutando de sus días de plenitud con largas siestas, encuentros mensuales de la Regangu (Reunión General de Ángeles de la Guarda) y un paseíto de fin de año donde bailan y asolean sus blancos y etéreos cuerpos en un hotel todo incluido.
Estoy convencida de que hoy es así, sobre todo cuando veo tanto suceso y violencia cada día.
Parece que los seres humanos andamos atrayendo toda clase de peligros, atentando contra otros y contra nosotros mismos con una tremenda falta de sentido común –por cierto, el menos común de los sentidos–, olvidando que la vida es un regalo cotidiano, un don, un tesoro.
Y salimos desbocados de un oscuro y tenebroso bosque, persiguiendo mariposas directo al abismo, como en aquel cuadro de mi lejana infancia.
Pero en esta estampa, ningún ángel nos impide el paso a la locura, ni nos hace ninguna señal de alto con su mano poderosa, porque estará disfrutando de un daiquirí de sombrillita, con lentes oscuros y guayabera, después de haber dejado pelos y alas en el alambre.
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Ana Coralia Fernández es periodista y narradora oral.
