La idea no es mía. La tomé de la ventaja que derivo de leer prensa digital de la tierra de Cervantes en español.
El ingenio (que no debería faltar nunca en la tierra del ilustre manco) mencionaba, entre muchos otros, el adjetivo relativo posesivo cuyo. Y se hacía valiéndose de esquelas luctuosas, en las que no podía faltar el obligado ha fallecido.
Con lo cual, se citaba la ya notable ausencia de tal o cual vocablo en el habla popular, por decir lo menos, cuyo mal uso es tan bien notabilísimo en la prensa escrita y oral; y en no pocos textos literarios de cierto postín, escribámoslo así sin tapujos.
El mal uso es evidente en oraciones como: Leí su artículo que su tema es tan actual; te buscaban Carlos y María que su papá es abogado; Costa Rica, que su café es tan gustado, tiene tierras muy aptas para ese cultivo.
En estos ejemplos lo adecuado es usar el sonoro y castizo cuyo, del cual, desde luego, existen el correspondiente femenino cuya y sus plurales cuyos, cuyas.
En fin, no olvidemos del colegio cómo comienza Cervantes su ingeniosa obra: “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…”. De quesuísmos, nada.
Otro caso notable en nuestro medio es la introducción de una interjección absolutamente innecesaria y hasta de mal gusto (tomada, desde luego, del inglés, y pésima copia).
Estamos aquí ante ese insoportable guau, con el que tantos hablantes deslenguados parecen ladrarnos para mostrar asombro o enojo.
En cambio, nuestro riquísimo idioma cuenta con expresiones como caramba, caray, vaya y otras igualmente propias y elocuentes, pero más del lenguaje coloquial, de cuya mención es mejor inhibirse por respeto.
Pero el término que se lleva todas las embobadas citaciones es el tal spoiler, otro préstamo, más bien secuestro vergonzante tomado también del inglés.
Y, por cierto, vocablo mal pronunciado cuando tanto hispanohablante, expresándose en pésimo español y peor inglés, mete una e inicial inexistente en la lengua de Shakespeare en palabras que comienzan con el grupo st: student, strike, sticker, etc.
Pues bien, ya casi nadie parece recordar el grato vocablo compuesto aguafiestas, tan empleado en el pasado cuando queríamos expresar disgusto porque alguien nos contaba —sin pedírselo ni desearlo— cómo acababa algo (un chiste, por ejemplo).
A propósito, recuerdo de niño cuánto me molestó aquella vez en que cierto aguafiestas, adelantándose al cuentacuentos, me sopló al oído que eran nuestros papás los que nos compraban los regalos navideños, no el Niñito Dios.
Así que, cuando vaya usted a ver alguna película del gran Hitchcock, o lea una novela de la asombrosa Agatha Christie, no permita que ningún aguafiestas le eche a perder el inesperado final.
Se podría continuar con más ejemplos. Porque de malos usos de la lengua materna están llenas, por ejemplo, nuestras carreteras, cuyos rótulos de señalización parecen escritos por enemigos de la puntuación y la ortografía. Pero ya eso es harina de otro costal, cuyo peso no me corresponde por ahora echarme al hombro.
Hugo Mora Poltronieri es ensayista y profesor jubilado de la UCR.