Nuestra zona costera ha cambiado significativamente desde los años noventa debido al desplazamiento de poblaciones, muchas de ellas pesqueras.
Personas que durante décadas vivieron frente al mar de repente se encontraron con ofertas de dinero que nunca habían visto en su vida. Casi todos vendieron sus terrenos, como los pescadores de Tamarindo y sus alrededores, quienes se mudaron a Villarreal. Otros fueron desplazados porque el gobierno de turno creó áreas protegidas y les prometió indemnizaciones vacías (en el Parque Nacional Cahuita, a ciertos pescadores se les permitió permanecer en sus moradas hasta su muerte).
El pescador en el mar es como un cazador o un leñador en tierra. Hoy, nadie pensaría en un pueblo compuesto exclusivamente de cazadores o leñadores, ya que rápidamente extinguirían sus presas o árboles. En el mar, una buena cantidad de organismos tienen ciclos de vida de menos de tres años o incluso un año, y son abundantes, por lo que pueden pescarse de manera sostenible sin dañar el ecosistema.
Estos recursos se encuentran en un sitio público; por tanto, es necesario que los gobiernos los vigilen, protejan y, a menudo, los conserven o prohíban temporal o permanentemente la pesca de ciertas especies para evitar su extinción.
El Estado y sus gobiernos, sin excepción, han fallado en apoyar al sector pesquero para asegurar su sostenibilidad. En el caso de la pesca costera realizada por mujeres y hombres en pequeñas lanchas, una herramienta común para evitar la sobrepesca es la veda. Se supone que la veda resguarda el recurso y protege a las comunidades para que, en el futuro, se pueda pescar igual o más. Sin embargo, según datos del Incopesca, la pesca costera alcanzó poco más de 14.000 toneladas en 2000, un volumen ya de por sí bajo. En 2010, las capturas bajaron a casi 7.000 toneladas y, en 2022, no llegaban a las 2.500 toneladas.
El Incopesca no tiene un censo de la población pesquera, solo estimaciones muy imprecisas, y tampoco cuenta con una política de desarrollo clara. El IMAS apoya a casi 1.200 pescadores de escasos recursos durante la veda, con un costo de cerca de ¢500 millones al año.
La veda debería contener la crisis de ingresos en las familias y mejorar, o al menos mantener, las capturas. Esto ocurre en la pesquería de atún en el Pacífico, donde cada barco se somete a una veda de casi dos meses y el resultado es una pesquería sostenible con casi 1,2 millones de toneladas.
En nuestras costas, la caída de 14.000 toneladas en 2000 a menos de 2.500 toneladas en 2022 refleja solo aspectos negativos: falta de conocimiento sobre las épocas reproductivas de los organismos, falta de vigilancia, despilfarro de fondos públicos, manejo politiquero en lugar de técnico, ausencia de propuestas y clientelismo.
Recientemente, se celebró un torneo de pesca deportiva muy promocionado, no solo por el premio de más de $1 millón, sino por la participación de unos 100 botes y personas reconocidas internacionalmente. Este acto movilizó una cantidad significativa de ingresos, mostrando que todavía hay especies marinas no costeras que necesitan protección.
Es necesario mantener un equilibrio entre los distintos grupos de interés, como pescadores deportivos y palangreros, alejar los barcos cerqueros de atún de las costas y áreas protegidas, y trabajar con los pescadores artesanales.
No se trata solo de construir muelles bonitos o de otorgar dinero durante tres meses. Tampoco se trata de proporcionar herramientas legales al Incopesca para acallar a la sociedad civil que protesta contra la enorme cantidad de malas decisiones técnicas.
Las comunidades de pescadores merecen respeto y un mejor futuro. Las medidas no populistas son esenciales para aumentar las capturas de la pesca artesanal y fortalecer las capacidades humanas, permitiéndoles la libertad de escoger su opción laboral. Esto indicaría que se está haciendo un buen trabajo.
Ángel Herrera Ulloa es profesor en la Escuela de Ciencias Biológicas de la Universidad Nacional.