Voy de nuevo y nada de caritas. De la lista de buenos propósitos que hacemos cada fin y principio de año, el tema del ejercicio por lo general queda en nada, pero está de Dios que también hay un hasta aquí y, por fin, vengo cumpliendo con la imperiosa necesidad de caminar diariamente, como mínimo 50 minutos, en función de, ahora sí, dejarme de pendejadas y “rehacer mi camino al andar”.
Suena el despertador a las 4:45 a. m. Abro los ojos, me siento al borde de la cama por unos 30 segundos, para evitar el mareo. Me levanto, busco a tientas el par de tenis, la pantaloneta, la camiseta, una gorrita y listo. Salgo, volteo el llavín del portón y me lanzo a la oscuridad.
Camino con paso normal por las calles desoladas. Miro al cielo y el infinito es un manto celeste inspirador; será un día claro y hermoso, pienso para mis adentros. Al doblar en la esquina, dejo el paisaje y vuelvo a poner atención en el trayecto, no sea que me vaya al suelo de un trompicón, como el que me llevé una vez, tras pegar el zapato contra el muñón de una base de señal de tránsito mal recortada. Desde entonces, procuro andar sobre el asfalto, pues las aceras siguen tan malas como antes, llenas de huecos, baldosas descolocadas, pisos mal repellados, alcantarillas destapadas y suciedad.
Todavía no amanece. Las casas están apagadas, salvo una que otra ventana por donde se filtra la luz tenue de algún madrugador que se alista para ir al trabajo, como cientos, como miles de seres humanos en esta tierra bendita. Observo a hurtadillas. Sabrá Dios qué ocurre puerta dentro en las viviendas, me da por elucubrar, consciente de que tantas personas viven verdaderos martirios en la intimidad de sus “hogares apacibles”. Rezo por ellas.
Ya voy calentando. Avanzo en intervalos; normal, rápido, normal, rápido, normal. Recorro sectores con plantas de güízaros y de pitangas en las aceras. Anaranjadas, rojas y amarillas, las pitangas son deliciosas. Otros arbustos más grandes dan unas frutillas que aquí llamamos güízaros y, en otros lugares, guayabitas del Perú. Rojos y suavecitos cuando maduran, los güízaros se deshacen en el paladar. Tomo esos frutos de las ramas y los saboreo sin lavar, pues nadie los ha tocado ni me los disputa, salvo los pajarillos y alguna ardilla traviesa.
Las primeras luces de la mañana dejan ver entre sombras a los indigentes que duermen en bolsas de plástico, cartones y cualquier cosa que los resguarda de la intemperie. Cada vez descubro más espectros postrados “en condición de calle”, un doloroso espectáculo social que prolifera y contradice los indicadores macros de la economía jaguar.
Además, en mi tempranero trajín deportivo, he notado que ya casi nadie saluda. Más de un transeúnte me ha dejado con el “buenos días” en la boca. Absorto en sus cavilaciones, el prójimo pasa de largo, quizá temeroso de que yo le doble el brazo, le haga una llave y lo desvalije. Ha de ser más bien esta neocultura del odio que nos ha vuelto distantes, desconfiados y huraños.
Lo cierto es que ya amaneció. En la segunda media hora de mi caminata, acelero sistemáticamente y aumento las revoluciones en mis extremidades. Al contrario del “dundo” en pantaloneta de los primeros pasos, mi ritmo de vuelta a casa es trepidante, sistemático, motivador. Me invade el gratificante efecto de las endorfinas en el estado de ánimo. Detengo el cronómetro y voy directo a la ducha. Café compartido, un sabroso desayuno y la bendición de un nuevo día con renovada dinámica, hasta la madrugada siguiente en la que timbra el despertador. Voy de nuevo… Y nada de caritas.
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Roberto García H. es periodista.
