Rusia bombardea las ciudades ucranianas, tanto las cercanas a la frontera como las que quedan a mil kilómetros de distancia. Los misiles o sus fragmentos alcanzan edificios residenciales, supermercados, fábricas y hospitales.
Durante las primeras noches de la invasión en una ciudad cercana a la frontera polaca, yo temblaba de miedo en mi cama. Temía que cayera una bomba desde los aviones que sobrevolaban mi casa. Ahora ya no tengo ese miedo. Gracias a las aplicaciones telefónicas, sé cuándo Rusia lanza misiles contra Ucrania y puedo saber qué ciudades están bajo fuego. Al vivir lejos del frente, tengo tiempo para decidir dónde esconderme con mi hija pequeña: en un pasillo o en un refugio bajo tierra.
Aunque el sistema falla. A veces, los misiles llegan más rápido que los mensajes. Sin embargo, la mente se consuela con la ilusión de que la vida está bajo control.
Rusia está bombardeando la infraestructura energética de Ucrania. La primera vez que se fue la luz debido a los bombardeos, me metí en la ducha y recé para que me diera tiempo de enjuagarme el champú. Porque si se iba la luz, se iba también el agua caliente.
Ahora me da igual cuando se va la luz, porque en casa tengo varios aparatos de carga que hacen funcionar el agua caliente, la nevera e Internet. Ni las tiendas, ni las gasolineras, ni los restaurantes, por no hablar de los hospitales, dejan de funcionar: todos tienen generadores o cargadores.
Nos estamos adaptando a la vida en tiempos de guerra. Y nos vemos obligados a adaptarnos a la guerra no solo en la rutina, sino también emocionalmente.
Los residentes de las regiones cercanas al frente dicen que han empezado a apreciar mucho más cada momento y a permitirse más cosas, como por ejemplo, decir palabras de amor que antes tenían miedo de expresar, comprar algo que querían desde hace mucho tiempo, comer algo que antes no se permitían.
Al mismo tiempo, muchos de nosotros nos cerramos emocionalmente. En las primeras semanas de la guerra a gran escala, cuando nos enteramos de las masacres de Bucha, lloramos ante la foto de una mujer con unas uñas bellas, pintadas de rojo, torturada por los rusos; cuando vimos las atrocidades cometidas en Izyum, compartimos la foto de un hombre torturado con una pulsera con los colores de la bandera ucraniana en la muñeca.
Hoy, en el tercer año de guerra (el conflicto bélico empezó el 24 de febrero de 2022), la psique intenta no reaccionar ante la muerte de los desconocidos. Ya no abrimos cada noticia sobre la destrucción causada por los bombardeos. Evito leer las descripciones de los horrores porque es demasiado doloroso.
El cuerpo se adapta a todo. Un soldado reconoció que antes se aterrorizaba cuando caían los misiles en las trincheras vecinas, porque morían sus compañeros. Ahora, cuando un misil impacta una trinchera vecina, se alegra de que no haya sido la suya.
Para comprender cómo se adapta el cuerpo a la ocupación, basta con echar un vistazo a nuestra historia.
Hoy sabemos cómo, durante las represiones masivas de los años 1930, las personas inocentes se iban a la cama con la ropa puesta, para que la policía no los encontrara desnudos. Hoy los ucranianos siguen haciendo acopio de alimentos en tiempos de incertidumbre, porque así funciona la memoria genética del Holodomor (1932-1933), cuando las autoridades rusas sacaron toneladas de granos de Ucrania y 3,9 millones de ucranianos murieron de hambre. Hoy sabemos cómo se obligaba a la gente a abandonar sus familias o a adoptar la lengua del ocupante.
Sin embargo, hay cambios que son menos evidentes.
Hace unos años, la reportera ucraniana Vira Kuryko publicó un libro sobre el disidente ucraniano Levko Lukyanenko (1928-2018), quien luchó contra el régimen soviético y pasó 25 años en cautiverio. El libro se titula «La Calle de los Implicados» y cuenta la historia de los vecinos, compañeros y conocidos de Lukyanenko que, con consentimiento tácito, sin hacer nada ilegal, de facto llevaron al disidente a la cárcel. Vira Kuryko escribe sobre personas corrientes a la que las autoridades convierten en instrumentos.

Sabemos cómo el sistema ruso, ya no el soviético, está haciendo esto hoy en su propio país y en los territorios ocupados. Enseñando a los niños a odiar el mundo exterior –la versión rusa de Papá Noel les dice a los niños en las fiestas infantiles que «fuera de Rusia, hay enemigos» y «el mundo entero está contra nosotros»– o animándolos a delatar a sus vecinos y amigos.
La psique se adapta. Pero se trata de un tipo de adaptación diferente a la de antes de la guerra. La psique se adapta de tal manera que la persona pierde la dignidad y deja de confiar en sus seres queridos y en sí misma.
Lo peor es que la ocupación sigue teniendo el significado de guerra. La ocupación empieza con la guerra y continúa con la guerra.
Nadie se salva de la guerra bajo la ocupación.
Anastasia Levkova es una escritora ucraniana, autora de Hay una Tierra más allá de Perekop y Lenguaje Común.
“Cartas de Ucrania” es un proyecto de la campaña de solidaridad latinoamericana ¡Aguanta Ucrania!, en conjunto con PEN Ucrania, UkraineWorld y Instituto Ucraniano.