Joe Rogan, el podcaster más influyente del mundo, acaba de firmar un contrato por $250 millones con la plataforma de audio Spotify. Es reconocido por sus incursiones en gran diversidad de temas, incluidas las visitas de alienígenas, los tratamientos médicos desacreditados, las teorías de la conspiración y, desde luego, la política, tanto así que su complaciente entrevista con el entonces candidato Donald Trump fue vista 40 millones de veces en YouTube a lo largo de una semana. Muchos millones más hicieron clic en otras plataformas.
Helen Lewis, autora de un interesante artículo sobre la creciente preeminencia de los medios “alternativos”, publicado en The Atlantic, observa que Rogan, con esa fortuna, podría contratar toda una sala de redacción. Ni lo hizo ni le interesa hacerlo. Sus actividades no le imponen la obligación de confirmar los hechos y aproximarse, hasta donde sea posible, a la verdad.
Por el contrario, cuando sus comentarios sobre la vacunación suscitaron fuertes reacciones de la comunidad científica, dio marcha atrás. “No soy médico”, afirmó, para luego añadir, con extraordinaria franqueza: “No soy una fuente respetada de información, ni siquiera para mí mismo”.
Nada, como el caso de Joe Rogan, diferencia mejor a esos medios “alternativos” de los comprometidos con la labor periodística. Los primeros giran en torno a la personalidad y el entretenimiento. Transforman en pasatiempos los asuntos más trascendentales y apelan a la emotividad, no a la razón. Por eso, el odio suele estar presente en manifestaciones racistas, xenófobas, homófobas o simplemente aptas para demonizar a quien opine diferente. Sin anclaje en los hechos, la fórmula es de fácil aplicación y mucho menos costosa.
Los medios periodísticos procuran informar, no importa la perspectiva o inclinación ideológica. Para hacerlo, deben cuidar la veracidad de los hechos, y ninguno renunciaría a ser una fuente respetada de información. Como la mayor parte de los “nuevos medios”, están presentes en el ciberespacio y algunos habitan exclusivamente en él, pero se distinguen por los objetivos y un conjunto de principios éticos que impiden trivializar los hechos trascendentales para convertirlos en entretenimiento y mucho menos distorsionarlos, sea para divertir o para reflejar radicalismos y amasar audiencias entre sus entusiastas.
Podría decirse que los medios periodísticos se gobiernan por la máxima del senador estadounidense Daniel Patrick Moynihan: “Tienes derecho a tu opinión, pero no a tus propios hechos”. Buena parte de los medios alternativos parecen guiarse, más bien, por la afirmación de la ex consejera presidencial Kellyanne Conway cuando defendió las falsedades difundidas por la Casa Blanca sobre la cantidad de asistentes a la ceremonia inaugural del presidente Donald Trump en 2017. No son falsedades, dijo, sino “hechos alternativos”.
El cuestionamiento constante y generalizado de los hechos en medios de tanto alcance y atractivo, sea porque ofrecen confirmación de los prejuicios de sus lectores “adivinados” mediante sofisticados algoritmos o porque brindan mensajes envueltos en diversión, como sucede con los memes y las teorías de la conspiración, termina por desdibujar la frontera entre los fundamentos verdaderos de una opinión sólida y las falacias que sirven de base a las “convicciones” más irracionales.
En esa confusión hay ganancia para quienes identifican la existencia de una base política lista para la explotación electoral, no de la derecha o la izquierda, sino de cualquier signo que el populismo decida adoptar en determinado momento y lugar. Por eso, los movimientos populistas de nuestros tiempos se pelean con la academia, los expertos y la prensa, todos partícipes del esfuerzo de conducir el debate público hacia conclusiones basadas en hechos. Un acuerdo básico sobre la realidad, no necesariamente sobre su interpretación, es punto de partida indispensable para el debate democrático.
Por eso, el verdadero periodismo importa cada día más y el sistema educativo debe atender, con urgencia, la necesidad de incrementar la alfabetización digital, como comenzaron a hacerlo los países de avanzada, algunos de los cuales, como Finlandia, ofrecen modelos dignos de imitar.