La Conferencia Episcopal de Costa Rica reaccionó con firmeza para oponerse al proyecto de ley que levantaría el secreto de la confesión practicada en la fe católica. Se trata de uno de los sacramentos fundamentales y se protege con el secreto precisamente para permitir una apertura de la conciencia, sin cortapisas, ante el sacerdote.
El proyecto plantea levantar el secreto únicamente en el caso de confesión de abusos sexuales perpetrados contra menores y discapacitados, es decir, crímenes abominables que despiertan indignación en cualquier persona de bien. Los sacerdotes, dice el proyecto, podrían servir en esas situaciones como testigos en los procesos judiciales seguidos contra los perpetradores si las víctimas lo autorizan.
Para los obispos, se trata de una violación de la libertad religiosa. Tienen toda la razón. En la fe católica —y cada quien tiene derecho a sus convicciones religiosas mientras respete las de los demás— la confesión es una institución divina que nadie tiene derecho a modificar. Plantear el cambio mediante un proyecto de ley raya en el absurdo aunque el propósito de evitar la impunidad de delitos tan detestables no puede ser objetado.
Para los católicos, y en especial para los sacerdotes, romper el sigilo sacramental no es un acto justificable por ley, porque procede de un orden superior. Es una cuestión de fe y no puede ser vulnerada sin traicionar las más firmes convicciones religiosas asentadas en la conciencia.
Por eso, el sacerdote Mauricio Granados, vocero de la Conferencia Episcopal, anunció ante la Comisión de Derechos Humanos del Congreso la intención de desobedecer la disposición legal si llega a ser aprobada aunque los sacerdotes pudieran sufrir consecuencias legales. La Asamblea Legislativa no debe dar un paso más en la errónea dirección de colocar a los sacerdotes en el dilema de actuar de conformidad con la fe o con la ley.
La norma sería, además, discriminatoria de la religión católica frente a otras denominaciones. Muchas de ellas rechazan la intermediación del sacerdote y confiesan en la intimidad de la oración, según su fe, en relación directa con Dios. Aprovechar el sacramento católico para constituir prueba contra ofensores de esa fe es un claro atentado contra la libertad de culto.
También podría ser, en gran cantidad de casos, una transgresión perfectamente inútil. Si un sacerdote diera la espalda a su obligación y declarara contra un imputado de abusos contra menores o discapacitados, de poco serviría el testimonio si no existen otros medios de prueba, porque la naturaleza de la confesión es un acto entre cura y feligrés, sin más testigos. Fuera del confesionario, es una palabra contra la otra.
Proponer especial consideración para sus declaraciones en virtud de la investidura es introducir un elemento religioso en la decisión judicial. El testimonio de un sacerdote debe valer tanto como el de cualquier otro ciudadano, más allá del respeto generalmente dispensado al clero. En el caso hipotético de un testimonio sacerdotal con las características establecidas en el proyecto de ley, los jueces estarían frente a una persona dispuesta a violar uno de sus deberes más sagrados.
La única consecuencia lógica es la desconfianza, especialmente si lo obispos insisten, como lo han hecho, en que faltar al secreto de la confesión es inaceptable aunque implique responsabilidades legales. Se trata de un argumento inmejorable para cualquier abogado defensor empeñado en sembrar duda en la prueba de la Fiscalía.
Si la ley propuesta viola principios tan fundamentales de una denominación religiosa, la singulariza frente a otras, crea a sus oficiantes el dilema de escoger entre la fe y la ley, y, además, puede resultar en muchos casos ineficaz, la comisión legislativa debe renunciar a la iniciativa sin más demora.