Lo que deseo contar ocurrió como lo irán descubriendo, pero acordemos antes que la memoria se entretiene a veces en endulzar hechos del ayer y nos los devuelve bañados, perfumados y con traje de fiesta. No está mal que sea así, quizás es la única vía humana para andar de nuevo, con pasos más seguros, por donde ya caminamos.
Recuerdo que había terminado el desayuno (café chorreado, gallo pinto, huevo y fried cake, esa fritura esponjosa que en el Caribe sustituye a menudo al pan) y, en mi solitaria sobremesa, la costumbre me llevó a revisar el teléfono. Me detuve en un mensaje: gente del pueblo anunciaba que a eso de las 4:45, en playa Grande, liberaría tortugas recién nacidas e invitaba a presenciarlo. Me prometí que estaría allí de cuerpo presente, que es la mejor forma de estar, sobre todo cuando uno sigue vivo.
Después del almuerzo, el calor y la calma me jalaron hacia el sueño y mi cuerpo no supo, ni quiso, poner objeciones. Me despertó la música del agua en el techo, me asomé para comprobar lo obvio y descubrí que llovía con sol –lo que interpreté como una señal favorable– y que se apagaba el horno del mediodía. Calculé cuándo debía salir para llegar sin retraso y vi que podía entregarme sin prisa a los placeres de la cafeína y el plantintá.
Luego, ya rumbo a playa Grande, me ocurrió algo tan insólito que parece producto de un sueño, pero fue realidad pura, fue pura riqueza de la realidad. Después de la plaza de fútbol, con el mar de un lado y el caserío del otro, me vi dentro de una nube de termitas. Eran tantos miles que los peatones debíamos avanzar apartándolas con la mano y sin abrir la boca. Los zanates se daban un festín, sobre todo con las que flotaban en los charcos.
Atravesé sorprendido aquel desorden de alas, diciéndome que habría sido mejor toparme con un carnaval de mariposas amarillas, pero no estaban las cosas para plagiar a los maestros.

Al llegar a playa Grande, conté cuatro o cinco personas que esperaban frente al comercio donde habíamos sido convocados los curiosos. Sin preguntar, me enteré de que hacía aún mucho calor para dejar libres a las tortugas y debíamos esperar. La pausa permitió que llegara más público: habitantes del pueblo, turistas locales y extranjeros y jóvenes estudiantes nativos de un país que nunca supe.
En medio de la expectación, cruzó hacia la playa un hombre cargando un recipiente plástico. Alguien dio unas instrucciones breves y nos colocaron fuera de dos cintas amarillas que delimitaban un área que se ensanchaba, como la luz de un proyector, entre el recipiente plástico, colocado ya en la arena, y la amplitud del Caribe. ¿Cuántas son?, preguntó una voz. Veintinueve, respondió el custodio de la caja.
La temperatura había bajado lo suficiente, así que el hombre de la caja la volcó cuidadosamente con la boca hacia el agua e hizo aparición un silencioso tropel de miniaturas. Corrían, no exagero, dejando atrás un rastro de apuro (los expertos lo llaman frenesí natatorio). Con la carrera, buscan dejar atrás los riesgos y hallar el refugio que podría garantizarles la longevidad. En superar los peligros reside una garantía mayor de regresar cuando sea el tiempo.
En aquella reducida maratón, una tortuguita tomó la delantera a pesar de llevar encima treinta (o más) pares de ojos. La seguimos hasta que alcanzó el agua y, entonces, el frenesí fue nuestro y aplaudimos y gritamos. Pensé que una ocasión así de extraordinaria ameritaba un festejo, que habría sido (más) maravilloso contar con un conjunto que lanzara alegrías a la tarde mientras las menudencias se alejaban.
En el Caribe sur me contaron esto hará cosa de cinco años: en una fecha cualquiera –pongamos que el 25 de setiembre de 1998– un grupo de científicos etiquetó una tortuga con una plaquita metálica. Bien, pues dos décadas después, también un 25 de setiembre, otros científicos la hallaron nadando en las mismas quietudes donde siglos atrás las arponeaban cazadores llegados desde Bluefields o Bocas del Toro.
Dentro de cada tortuga vive el impulso de alejarse apurada al nacer y de regresar después pausadamente, como lo vi ocurrir en los noventa. Una baula tan grande como un hombre salió del mar, recorrió la playa y con mucho trabajo comenzó a abrir el nido. Todo era noche y silencio, únicamente se oían las olas y la arena que lanzaban los aletazos.
Ahora entiendo que en aquella negrura presencié parte de un ciclo al que pude también asomarme con posterioridad en playa Grande. Me es imposible asegurar dónde está el inicio y dónde el final. Acaso algo del secreto se esconde en el rastro sobre la arena, marca promisoria de un retorno al mismo sitio.
ovidio.muñoz@nacion.com
Ovidio Muñoz es periodista.