Ya en 1892, Marian Le Capellain pedía crear jardines de infancia para brindar oportunidades a los más pequeños y en 1913 funda el primer kindergarten oficial anexo a la Escuela Normal de Señoritas. En 1925, Carmen Lyra dirige el primer jardín de niños que contaba con su propia infraestructura, la Escuela maternal Montessoriana.
Todas estas iniciativas coincidían en un objetivo: atender a la niñez en pobreza. Hoy, ese objetivo sigue siendo urgente. Aunque desde 1997 la educación preescolar es obligatoria en Costa Rica, su cobertura aún no es universal. Solo el 85% de los niños de 4 años accedieron al sistema educativo en 2023, una cifra que ha retrocedido desde 2020, y para los niños de 5 años ha bajado de 93% a 89% en los últimos años.
La cobertura de los servicios de cuido y desarrollo infantil para niños de 3 años no llega a 16%, mientras que el promedio en la OCDE supera el 70%. La evidencia internacional es contundente: invertir en la atención y educación de la primera infancia tiene efectos positivos de largo plazo. Mejora las habilidades cognitivas, emocionales y sociales, reduce la desigualdad, favorece la movilidad social y permite a más mujeres ingresar al mercado laboral.
Estudios recientes estiman que, por cada dólar invertido en programas de primera infancia, la expectativa de ingresos futuros aumenta en 1,3 dólares. No asistir a educación preescolar también perpetúa brechas sociales. Los datos de PISA muestran que quienes no asistieron a preescolar tienen peores resultados en lectura, matemáticas y ciencias. Y los más perjudicados son los niños que ya nacen en condiciones vulnerables.
Costa Rica tiene todo por ganar si retoma la senda de darle prioridad a la educación preescolar. No se trata de un gasto, sino de una inversión que genera mayor retorno social que las transferencias monetarias directas. Lo que falta es decisión política y visión de largo plazo.
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Andrés Fernández Arauz es economista.